EL TEMPLO DE LOS SENTIDOS – 6

Aprendí que no se puede dar marcha atrás,

la esencia de la vida es ir hacia adelante.

La vida, en realidad, es una calle con un sentido único.

(Agatha Christie)

CAPÍTULO 6: La residencia

Laura

Sumergida en la bañera, desnuda, con los ojos cubiertos por un suave pañuelo de seda, intento relajarme, dejándome envolver por el suave aroma a rosas que desprenden las sales de baño y, sin proponérmelo, me dejo transportar hasta aquel lejano verano que pasé en casa de Judith.

Acababa de cumplir doce años cuando diagnosticaron una apendicitis a mamá, por lo que, Magda, su mejor amiga le propuso que me dejasen veranear en su casa mientras la operaban y se recuperaba. Para mí era como ir a esas colonias que mis amigas me explicaban, aunque a mí nunca me habían dejado ir con la excusa de que no comía bien, aunque sé que era porque mamá me protegía exageradamente.

Mis padres y yo residíamos en un pequeño piso en el centro de la ciudad, mientras que la familia de Judith vivía en una casa de tres plantas en un pueblo cercano. Al contrario que nosotros, ellos eran muchos, los abuelos maternos, los padres, dos hermanos mayores que Judith, ella y su hermano menor, que se llevaba un año conmigo.

Íbamos a la misma escuela, aunque ella estaba dos cursos por delante, y yo, si he de ser sincera, la admiraba. No podía evitar compararme con ella y me sentía como un patito feo. Judith tenía largas piernas, pechos redondos, melena rubia y era muy simpática y atrevida. Al contrario, yo era baja, delgada, cara aniñada, pelo corto, tan tímida que no me atrevía ni a sonreír, por lo que, como decía mamá, parecía que siempre estaba enfadada.

Por eso, no podía evitar sentir envidia por ella y sus amigas, a la vez que la adoraba, incluso había soñado que era la hermana que nunca había tenido.

Ese verano, gracias a ella y a su maravillosa familia, maduré mientras me sentía acogida como una más. Acostumbrada a jugar en soledad bajo la severa mirada de mamá, me sentí liberada de esa presión, a la vez que inmensamente feliz de que Judith me confiase sus secretos más íntimos como, por ejemplo, que estaba enamorada de Felipe, un chico que acababa de cumplir la mayoría de edad.

Debido a que Felipe empezó a trabajar como ayudante de camarero en la cafetería de un tío suyo y terminaba su jornada laboral entre ocho y nueve de la noche, resultaba difícil que pudiesen verse, así que le pedimos a Magda que nos preparase la cena a las ocho para poder quedar con Felipe sobre las nueve, eso sí, con la condición de que yo debía acompañarlos siempre.

Nuestra rutina diaria empezaba a las nueve de la mañana, cuando nos levantábamos, desayunábamos, Magda nos ponía deberes, luego salíamos a comprar el pan y todo lo que hacía falta para preparar la comida. Al mediodía nos juntábamos todos alrededor de la mesa. Para mí era como una fiesta y procuraba comer todo lo que me ponían en el plato compitiendo con Marcos, el hermano pequeño para terminar de comer antes que él.

Por la tarde íbamos a la plaza donde nos encontrábamos con las amigas de Judith, Marga y Sofìa, que eran tan altas, guapas y simpáticas como ella, por lo que yo las admiraba en secreto y soñaba en que algún día llegaría a parecerme un poco a ellas.

Antes de las ocho estábamos en casa para cenar y sobre las nueve Felipe llamaba al timbre, Judith saltaba las escaleras de dos en dos y yo la seguía, luego caminábamos tranquilamente los tres hasta el final de la calle sabiendo que Luisa, su abuela, nos espiaba detrás de la cortina de la cocina.

Al doblar la esquina, Felipe le cogía la mano a Judith y empezaba a correr hasta llegar al parque, donde ellos se sentaban en un banco que quedaba un poco apartado mientras yo me columpiaba y, de vez en cuando, les observaba de reojo como se besaban o susurraban al oído, fantaseando en que algún día, no muy lejano, conocería a un chico con quién compartir nuestros secretos. A las diez, corríamos de nuevo hasta casa, se despedían en la entrada y luego nos encerrábamos en nuestra habitación y ella me contaba detalladamente todo lo que había hecho y como se había sentido.

Cuando terminó el verano, con mi madre recuperada, papá me vino a buscar y, aunque tuve una alegría al verle y me abracé fuertemente a su cuello, una parte de mí deseaba quedarse en esa casa, donde no había tiempo para aburrirse.

Cuando volvimos al colegio, creí que nos volveríamos a encontrar, sin embargo, nuestros horarios no coincidían, así que solo nos vimos un par de veces y apenas pudimos hablar.

Un día escuché como mamá y papá comentaban que los padres de Judith se habían separado, parece ser que Toni le puso los cuernos, así pues, Magda se quedó en casa con sus padres, Judith y Marcos, su hermano pequeño, mientras que Toni, y los dos hermanos mayores se trasladaron a vivir a otra ciudad.

Aunque mamá siguió en contacto con su amiga Magda, no volví a ver a Judith, solamente, de vez en cuando, mamá me explicaba que Judith había terminado el bachillerato, que se iba a estudiar a la Universidad y viviría en una residencia.

Me hablaba tan bien de ella, que yo, sin darme cuenta, iba siguiendo sus pasos, incluso me pareció que mamá respiraba aliviada cuando le comuniqué que me quería estudiar Publicidad en la misma Universidad que Judith.

Enseguida se puso en contacto con Magda para pedirle el teléfono de Judith, por si había alguna plaza libre en su residencia. Me imagino que se quedaría más tranquila si sabía que me iba a vivir con alguien que ella conocía, creyendo que yo estaría más protegida.

La llamé inquieta, temiendo que, quizás, no me recordaría, puesto que hacía mucho que no nos habíamos visto. Sin embargo, cuando contesto, con esa voz tan segura y sexy a la vez, tuve la impresión de que no había pasado el tiempo, me seguía pareciendo cercana. Me facilitó la dirección y quedamos en vernos al día siguiente.  

Esa noche dormí poco, no podía sacarme de la cabeza el verano que pasé en su casa.

Llegué a la dirección indicada antes de hora, estaba acalorada, porque había caminado demasiado deprisa, por miedo a llegar tarde.

Me sorprendió encontrarme ante un edificio antiguo, el portal era bastante grande, con el techo muy alto. Un chico joven, bastante guapo, se ocupaba de la portería, al que se le escapó una risita cuando le indiqué a qué piso iba. El ascensor era pequeño y muy antiguo, como el edificio, olía a moho y chirriaba al pasar por cada planta.

No sé cuánto tiempo estuve parada delante de la puerta dudando si debía llamar o volver a bajar hasta que, al final, me decidí y apreté el botón del timbre para evitar echarme atrás.

Supongo que solamente tardó unos minutos en abrir, aunque a mí me pareció una eternidad, sin embargo, al abrir la puerta y verla sonreír mis temores desaparecieron, nos abrazamos y sentí que estaba en buenas manos.

Entré en un recibidor luminoso, bañado por el sol que se colaba por una ventana cuadrada, al lado un armario empotrado con un espejo en la puerta, en una pequeña mesa de madera una vela desprendía un suave aroma a lavanda. Mientras observaba la sala ella me explicaba:

  • Eran tres viviendas juntas y las chicas que lo habían alquilado le pidieron permiso a la propietaria para hacer obras y juntarlas en una sola casa. Digamos que la residencia va cambiando de inquilinas, pero la propietaria no pone ningún problema mientras las personas que vivan aquí sean responsables.

Caminamos por un largo pasillo con las paredes pintadas de blanco, decoradas con dibujos y acuarelas pintadas por algunas de las inquilinas que habían pasado por la residencia. Me fijé en que cada habitación estaba decorada con estilo y sencillez. Entramos en la cocina, una amplia y luminosa estancia, equipada con todos los aparatos necesarios, incluso un frigorífico de dos puertas con dispensador de hielo incorporado. Una gran mesa de madera en el centro con bancos y taburetes.

En el cuarto de baño había varios lavabos con espejo, como si se tratase de un área de servicio de una autopista. En otra zona había varias duchas y en una habitación aparte una bañera redonda de hidromasaje.

Estaba impresionada por la decoración cálida y agradable, a la vez que no faltaba el más mínimo detalle, deseaba quedarme a vivir en la residencia inmediatamente, sin embargo, temía que mi pequeña renta no me permitiese pagarme la estancia.

Aunque estaba concentrada intentando encontrar la manera de pagar el importe que todavía no me había comunicado, advertí que no había puertas, solamente la que protegía la entrada, así que, a pesar de mi timidez, me atreví a preguntar:

  • ¿Por qué no hay ninguna puerta en toda la residencia?
  • Esta es una de las normas de convivencia. Ahora te explicaré cómo funciona y deberás decidir si aceptas y te quedas o te marchas y aquí no ha pasado nada. Las reglas son las siguientes:
  • No hay puertas porque no hay secretos entre las residentes.
  • Los bienes materiales podrán ser utilizados por cualquiera de nosotras.
  • Cada una aportará la cantidad de dinero que su economía le permita, sin que ello afecte al resto de normas de convivencia.
  • No se aceptan visitas masculinas en la residencia.
  • Para ser aceptada en la comunidad es necesario pasar la prueba de la bañera y la cama redonda.
  • Imprescindible el respeto y la tolerancia por las demás.
  • Me parece correcto. Acepto las normas – consentí encantada.
  • Perfecto, entonces ya puedes preparar tus maletas para instalarte cuando quieras – respondió con una sonrisa traviesa que me hizo dudar un momento si estaba haciendo lo correcto.

A continuación, me acompañó hasta la habitación que me habían asignado y que compartiría con María, una compañera de segundo curso. Observé rápidamente la distribución de la estancia, luminosa, pintada de azul, con una ventana por donde se divisaba el mar a lo lejos, terrazas adornadas con flores y tejados colorados. Debajo de la ventana, una mesa alargada con dos sillas, un portátil, un libro de Tolkien y una taza de cerámica con restos de alguna infusión.

En el centro, dos camas fabricadas con palets pintados del mismo tono de azul que las paredes, una de ellas estaba adornada con una colcha blanca con flores de colores y un cojín en forma de corazón, el otro parecía que esperaba mi llegada.

Enfrente de la ventana un armario empotrado con tres puertas correderas de madera, decoradas con un sol, una luna, estrellas y nubes.

Mientras me acompañaba hasta la puerta de salida, me puso un juego de llaves en la mano al tiempo que me decía:

  • Cuando estés preparada me avisas y, si quieres, podemos comer juntas.
  • Muchas gracias. Nos veremos pronto – respondí abrazándola con fuerza.

Abrí la puerta y cuando llegué a la puerta del ascensor me giré justo para ver su sonrisa traviesa mientras me guiñaba un ojo.

He tardado un par de días en preparar todas mis cosas, ropa de cama, toallas, mi portátil, algunos libros y la ropa necesaria para sobrevivir hasta que cambie el tiempo.

Le mandé un WhatsApp anoche y quedamos en que hoy comeríamos juntas. Cuando llegué a la estación preferí coger un taxi para evitar cargar con dos bolsas de deporte enormes en el autobús.

Cuando he abierto el portal, enseguida ha aparecido el portero y me ha ayudado a llevar mi equipaje hasta el ascensor, luego, mientras esperaba el ascensor, se ha presentado:

  • Supongo que vienes para quedarte en la última planta. Soy Nicolás.
  • Mucho gusto, mi nombre es Laura – he respondido alargándole la mano, sin embargo, él ha tirado de mí, acercándome para darme un par de besos en las mejillas.

Le observo de cerca, me siento un poco avergonzada, me parece muy guapo, me pregunto qué relación tiene con mis nuevas compañeras.

He llamado al timbre y cuando Judith ha abierto la puerta me ha reñido, alegando que tengo una llave y que la debo usar.

Me he pasado el resto de la mañana instalándome en mi habitación, colocando la ropa en el armario, haciendo la cama, etc. Mientras Judith preparaba la comida.

Luego hemos salido a la terraza y nos hemos sentado en unas sillas de bambú con un cojín estampado en una mesa metálica situada debajo de una sombrilla amarilla.

La suave brisa marina nos envuelve mientras comemos salmón con verduras, bebemos vino blanco, acompañadas por la música de Eric Clapton.

Conversamos sobre política, la universidad, sobre nuestros sueños y temores. Después tomamos un té verde mientras me explica cómo funcionará la iniciación:

  • Tienes que esperarme en tu habitación hasta que venga a buscarte, luego te acompañaré hasta la bañera, donde deberás relajarte hasta que llegue el momento crucial para superar la prueba.
  • ¿Y en qué consiste esa prueba? – pregunto un poco alarmada.
  • Esto es secreto, ya lo verás. Tú no te preocupes, déjate ir y todo irá bien. Estoy segura de que te gustará.

Entre las dos recogemos la mesa, me acompaña hasta mi habitación y mientras me besa en la mejilla comenta:

  • Relájate un rato. Cuando llegue el momento te avisaré.

Me estiro en la cama y aprovecho para mirar el móvil, WhatsApp, agenda, Instagram. Supongo que me he quedado dormida y me despierto gracias al suave zarandeo de Judith que me susurra al oído:

  • Vamos perezosa, ha llegado tu momento.
  • ¿Qué debo hacer? – pregunto levantándome rápidamente de la cama sintiendo que el corazón empieza a latir desmesuradamente rápido.
  • No debes hacer nada, solamente déjate llevar – responde mientras me desnuda lentamente y me pone una bata rosa de seda tapándome los ojos con un pañuelo también de seda.

Me acompaña por el pasillo, en silencio, hasta que llegamos al cuarto de baño, luego me quita la bata y me ayuda a introducirme en la bañera de hidromasaje de la que sale un agradable aroma a rosas, al tiempo que me susurra:

  • No supongas, no juzgues, no pienses. Concéntrate en la música.

Y aquí estoy escuchando a Enya, intentando no pensar en nada al mismo tiempo que millones de ideas me asaltan, suponiendo que puede ocurrir a continuación.

Escucho rumores de voces que se acercan mezcladas con alguna risita, entretanto intento tranquilizarme suspirando lentamente, aunque reconozco que estoy muy nerviosa, muerta de miedo a lo desconocido, a hacer el ridículo o, simplemente no saber cómo comportarme ante eso que ahora ocurrirá.

Me cogen de las manos tirando de mí, levantándome. Me ayudan a salir de la bañera y una gran toalla me envuelve secándome suavemente, luego me guían hacía otra habitación. No sé cuántas personas son, supongo que son mis compañeras de residencia, sin embargo, no puedo evitar avergonzarme, cuando alguien me quita la toalla al tiempo que me invita a tumbarme en la cama con los brazos y las piernas abiertas, para, a continuación, atarme, con pañuelos de seda las manos y los pies.

Ahora, aparte de avergonzada, estoy muy excitada y, aunque no sé que van a hacerme, siento la urgencia de que pase algo enseguida.

Parece que me han leído el pensamiento, porque al momento noto como alguien me lame los dedos del pie, lentamente, entreteniéndose en cada uno de ellos. No tengo tiempo de reaccionar que percibo a alguien divirtiéndose con el otro pie mientras varias lenguas juguetonas rozan mis pezones, el ombligo y exploto en un sinfín de orgasmos cuando noto el suave roce en mi sexo, olvidando cualquier otra sensación.

Judith

La voz cálida y trémula de Laura me transportó a aquel lejano verano en que me enamoré por primera vez. Se llamaba Felipe, tenía cuatro años más que yo y con él aprendí que el sexo es cosa de dos.

Al principio, cuando mamá me dijo que Laura pasaría el verano en casa y que debería acompañarme en todas mis salidas, gruñí enojada pensando que era una injusticia tener que arrastrar a esa niña mimada por todas partes, cuando me reuniese con mis amigas, si quería salir con Felipe o simplemente quedarme en casa mirando la tele.

Sin embargo, resultó ser cariñosa, tímida, silenciosa, capaz de escuchar mis quejas sin molestarse, en fin, que, los dos meses que estuvo en casa, la llegué a querer como una hermana, esa que no había tenido y que, con ganas, habría sustituido por cualquiera de mis tres insoportables hermanos.

En realidad, no habíamos coincidido en demasiadas ocasiones, aunque íbamos al mismo colegio, solo en algún encuentro entre las dos familias, debido a que nuestras madres eran amigas desde que estudiaron en el mismo Instituto.

Debido a que ella era hija única, se mostraba siempre entusiasmada con las peleas entre hermanos, las broncas de los abuelos por nuestra desobediencia y los castigos de mamá por las frecuentes travesuras. Ella insistía, convencida, que era como vivir en una película.

Cuando le confesé que salía con un chico mayor de edad, que trabajaba con su tío, me miró con admiración y, siempre, estuvo dispuesta a acompañarnos, aunque nos dejaba espacio para nuestras intimidades. Salíamos de casa juntos, íbamos hasta el parque y, mientras nosotros nos besábamos en un viejo banco apartado, ella nos esperaba columpiándose y, más tarde, en la intimidad de mi habitación, le describía con todo detalle lo que había pasado entre nosotros, consiguiendo su admiración y complicidad.

Recuerdo, como si hubiese ocurrido ayer, un atardecer de principios de verano, sentados en ese viejo banco de madera descolorida, cuando cogió mis pequeñas manos entre las suyas, acariciándome suavemente al tiempo que mi corazón palpitaba desmesuradamente hasta que me besó, primero en la mejilla, luego siguió con pequeños besuqueos hasta llegar a mi boca, donde entrelazó su lengua juguetona con la mía en un beso largo y apasionado.

A esos besos apasionados le siguieron los roces inesperados, me pedía que me sentase en su regazo y, mientras nos besábamos metía sus manos por debajo de mi jersey acariciando mis pequeños senos, entreteniendo en los pezones, logrando despertar sensaciones que ni siquiera sabía que existían.

Una tarde me pidió que me quitase la camiseta y desabotonando mis sujetadores adolescentes, dejó al aire mis pequeños pechos y, después de observarlos descaradamente, se abalanzó sobre ellos chupando con avidez mis pezones erectos mientras los dos enloquecíamos de placer.

Cada día me regalaba una experiencia nueva consiguiendo que tocase el cielo y descubriese las estrellas reflejadas en sus ojos hasta que, a finales de verano me dijo:

  • Creo que ya estás preparada.
  • ¿Preparada? ¿Para qué? – pregunté sorprendida.
  • Para hacer el amor conmigo – respondió convencido.
  • No, no creo que esté preparada, todavía – contesté con voz trémula.
  • Pero, tú me quieres. ¿No? – insistió.
  • Claro, pero soy muy joven. Tengo miedo – conseguí titubear.
  • No te preocupes, todo irá bien. Si me quieres tienes que demostrármelo – reiteró al tiempo que me metía la mano por debajo de las bragas.
  • ¡Déjame! – grité apartándome de un salto mientras él me observaba atónito.
  • ¡Laura! ¡Nos vamos! – grité echándome a correr ante la mirada incrédula de Felipe mientras Laura saltaba del columpio intentando alcanzarme, sin entender nada.

Subimos corriendo las escaleras, nos encerramos en mi habitación y tumbadas en la cama, le conté, entre lágrimas, lo que había pasado al tiempo que ella me acariciaba el pelo, logrando tranquilizarme, hasta que, abrazadas, nos dormimos las dos.

Al día siguiente apareció el padre de Laura, se habían terminado las vacaciones y ella debía volver a su casa. Nos abrazamos y lloramos desconsoladamente jurándonos que nos escribiríamos y que nos veríamos en el colegio, sin embargo, poco a poco fuimos perdiendo el contacto. Más adelante, papá y mamá se separaron y mi vida dio un giro brutal.

Me hizo mucha ilusión recibir su llamada, aunque parecía algo nerviosa. Cuando me comentó que buscaba alguien con quien compartir piso, porque estudiaría en la misma Facultad que yo, pensé que era una buena idea que viniese a la Residencia, convencida de que, como una buena amiga que la considero, se adaptará rápidamente a las normas establecidas.

Hoy es su iniciación, la he dejado relajándose en la bañera y ahora iremos todas a darle el recibimiento que se merece.

(Continuará)

Lois Sans

11/1/2021

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