Despedida de soltera

Cuando Olga quedó viuda por tercera vez, pensamos que no lo superaría, nos parecía demasiado duro pasar de nuevo por esa situación. Olga y yo somos amigas desde que éramos niñas, desde que a mi padre le ofrecieron un trabajo como encargado en una fábrica y nos trasladamos a vivir enfrente de su casa.

Mis padres, mi hermano Andrés y yo vivíamos en una pequeña casa compuesta por dos habitaciones, una tenía un armario empotrado y una cama grande, donde dormían mis padres; la otra con una litera y una cajonera, donde dormíamos nosotros. En la cocina había una chimenea donde  solíamos cocinar, una mesa cuadrada con cuatro sillas y un sillón, donde se sentaba papá cuando estaba en casa. Para ir al cuarto de baño, teníamos que salir al patio y en una estancia adosada había un retrete, un lavamanos y una ducha. No teníamos agua caliente y un día a la semana mamá llenaba un barreño con agua escalfada en una olla en la chimenea. Mamá heredó la casa de sus padres y estaba situada al final de una calle pedregosa en un pueblo que, en invierno, apenas alcanzaba los cien habitantes y en verano unos pocos más. Sin embargo, tanto mi hermano como yo no nos imaginábamos viviendo en ninguna otra parte del mundo.

Para nosotros era genial conocer a todo el mundo, jugar a todas horas en la calle, y, en la escuela, la maestra era nuestra tía Carmen. Por eso, cuando mi padre nos anunció que nos trasladaríamos a vivir a una ciudad mucho más grande, de entrada, le pusimos muchos inconvenientes, supongo que, por temor a lo desconocido, aunque, por otra parte, no podíamos disimular nuestras ansias de aventura, incluso presumíamos delante de nuestros amigos.

Por fin, una calurosa mañana de finales de junio, cargamos todas nuestras cosas en una furgoneta que nos prestó el tío Antonio y viajamos hasta nuestro nuevo hogar. Al llegar a la ciudad, contemplamos boquiabiertos los altos edificios, con infinidad de ventanas y balcones, donde debían vivir centenares o, tal vez, millares de familias.

Papá aparcó la furgoneta delante de la puerta de un alto edificio color rosa, en el que se podían observar ventanas con cortinas de colores, balcones engalanados con flores y alguna jaula con pájaros que cantaban sin parar. A la izquierda del inmueble se veía una gran plaza cuadrada, rodeada de frondosos árboles con algunos bancos de madera debajo y, en el centro se distinguía un alto monumento de piedra con un hombre montado a caballo y una fuente de donde manaba agua constantemente.

La entrada era ancha y luminosa, pintada en color crema, con una puerta de cristal por donde se filtraban los dorados rayos de sol. Al fondo a la derecha, la escalera y a la izquierda, la puerta del ascensor.

Empezamos a descargar muebles, maletas y cajas, dejando todas nuestras pertenencias en la entrada. Mi hermano y yo estábamos ansiosos para montar en el ascensor, ya que nunca habíamos visto ninguno, bueno si, en alguna película, así que empezamos a hacer viajes cargando nuestras cosas.

Nuestra vivienda estaba en la quinta planta y en el rellano se distinguían seis puertas, la nuestra estaba a la izquierda. Sentí un cosquilleo en la tripa al entrar en la que ahora sería nuestro nuevo hogar, dándome la impresión de que traicionaba la casa donde había vivido desde que nací. Era como un pequeño palacio y nuestras voces resonaban en el vacío. Asombrada observaba cada detalle, las paredes pintadas de blanco, el recibidor cuadrado con un amplio pasillo a la izquierda, en el que se percibían varias puertas y una ventana que daba a un patio de luces. Enfrente de la puerta de entrada, una puerta de cristal daba paso al comedor, grande, donde había un pequeño balcón por el que se colaba la luz del sol. Al lado, la cocina, alargada, alicatada con azulejos amarillos, con armarios de madera a un lado y una pequeña mesa también de madera al otro. Al fondo, una pequeña estancia albergaría la lavadora, la caldera y un par de hilos para tender la ropa. Una pequeña ventana con puertas correderas daba a la plaza, desde donde llegaban los ladridos de un pequeño perro pequinés. A continuación, el cuarto de baño, forrado con pequeños azulejos verdes, con una ventana al fondo, debajo de la cual había una bañera, váter, bidé y lavabo. Después, una habitación pequeña con un armario empotrado que sería la de Andrés. Al lado, el dormitorio más grande que sería para mis padres y, por último, una estancia cuadrada y muy bien iluminada, perfecta para mí. He de confesar que la primera noche pasé miedo, puesto que estaba acostumbrada a dormir en una litera en compañía de mi hermano.

Una vez estuvimos más o menos instalados, mamá se metió en la cocina para preparar la comida y nos mandó a comprar el pan. Al abrir la puerta encontramos a una niña esperando a que llegara el ascensor. Era un poco mayor que yo y un poco más pequeña que Andrés. Nos miró sonriendo mientras mi hermano la contemplaba embobado y yo les espiaba tímidamente.  Entonces, ella, sin dejar de sonreír preguntó:

  • Sois nuevos aquí ¿no?
  • Sí, hemos llegado esta mañana – contestó Andrés.

Justo en ese momento paró el ascensor, él abrió la puerta y entró la niña, luego yo y, finalmente, Andrés. Cuando se cerró la puerta, mi hermano le preguntó:

  • ¿Hace mucho que vives aquí?
  • Si, desde que nací. Vivo con mis abuelos, mis padres y mis hermanos – contestó
  • ¿Cómo te llamas? – siguió preguntando Andrés.
  • Olga ¿y vosotros? – dijo empujando la puerta que justo acababa de llegar a la planta baja.
  • Yo soy Andrés y ella es mi hermana Marisa – contestó mi hermano.
  • Vale, pues ya nos veremos. Hasta luego – saludó mientras salía corriendo hacía la puerta, sin darnos tiempo a que la pudiéramos seguir.

Salimos a la calle inquietos, con intención de explorar el barrio, observando todas las tiendas y locales que teníamos cerca de casa. Al lado del portal había una verdulería, enfrente un bar, luego una carnicería, la panadería, una farmacia, la pescadería, otro bar, una peluquería de señoras, una tienda de ropa y luego una barbería. Al otro lado, un mecánico, una tienda de electrodomésticos, una librería y un estanco. Detrás de la plaza se veía el campanario de la Iglesia y, casi enfrente, la escuela.

En realidad, era como un pueblo, pero con las casas más altas, muchas más tiendas y, por supuesto, muchísima gente. En la plaza, un grupo de niños jugaban con una pelota, varias niñas al escondite, algunos ancianos estaban sentados en los bancos, a la sombra de los árboles, dos mujeres cargadas con un cesto cruzaban la calle mientras un perro marrón le ladraba a un gato negro que corría a esconderse debajo de un banco.

Después de comprar el pan, seguimos indagando por diferentes calles hasta que, cansados y hambrientos decidimos volver a casa. Nuestra madre estaba en el rellano, con la puerta de casa abierta, hablando con la vecina de enfrente, Maruja, que era la abuela de Olga. Ella se ocupaba de hacer la compra y cocinar para toda la familia. Su piso era un poco más grande que el nuestro, tenían una habitación más, el comedor era más grandes y disponían de dos cuartos de baño. Maruja y Pepe compararon esta vivienda y cuando su hija Marga se casó con Jesús se quedaron a vivir con ellos y luego nacieron Martín, Rodolfo, Alfonso y Olga.

Integrarnos en el barrio, fue relativamente fácil, sobre todo para Andrés, que enseguida se hizo amigo de los vecinos y se iba con ellos a la plaza para jugar a la pelota o al escondite. Yo, en cambio, siempre he sido muy tímida y muchas veces me quedaba sentada en un banco mirando como jugaban, incluso a veces me conformaba con asomarme al balcón para contemplar lo que pasaba en la plaza. Hasta que un día ocurrió la horrible desgracia, ese contratiempo que cambió nuestras vidas para siempre. Ocurrió después de la merienda, yo estaba asomada en la ventana mirando como los chicos jugaban al escondite, cuando de pronto un coche, a toda velocidad, perdió el control y subió a la acera, aplastando a Andrés contra una esquina, dejándolo malherido y ensangrentado.

Me quedé con la boca abierta, quería gritar, pero no me salía, ni siquiera podía respirar, hasta que, asustada, reaccioné y empecé a chillar y llorar hasta que mi madre vino corriendo. Cuando se asomó solo se veía mucha gente y un coche, luego, entre sollozos y gritos le expliqué lo que había visto. Bajamos corriendo a la calle y entonces llegó una ambulancia y, aunque hicieron todo lo que pudieron, murió al entrar en el hospital.

Cuando un doctor nos dio la mala noticia, nos quedamos abrazadas temblando y llorando hasta que llegó papá, luego nos hicieron pasar a una habitación en la que había una camilla en el centro y Andrés estaba encima, cubierto por una sábana y cuando lo descubrieron parecía que dormía plácidamente. Mamá se echó encima de él, llorando y gritando desconsoladamente, yo abracé a mamá y papá a las dos y así estuvimos por última vez todos juntos.

Después del entierro, en casa reinaba un silencio sepulcral, las persianas siempre estaban bajadas, quedando todo en la penumbra y lo único que se escuchaba eran los sollozos de mamá, la cual siempre iba vestida con un camisón porque decía que no tenía ganas de salir a la calle y no se ocupaba de nada. Me obligó a vestirme de negro y solo me dejaba salir de casa acompañada por alguna vecina. Cuando hablaba lo hacía en susurros como si temiese que Andrés se despertase de un profundo sueño. Papá se marchaba a trabajar muy temprano y volvía cuando ya era de noche

Maruja se hizo cargo de la situación, por lo que obligaba a mamá a comer parte de lo que cocinaba para su familia y me hacía pasar el día en su casa, por lo que, enseguida, me sentí como una más de la familia, la hermana pequeña a la que debían cuidar. Olga se ocupaba de mí, me peinaba, me dejaba sus muñecas y me enseñaba canciones. A mí me encantaba ayudar a Maruja en la cocina, mientras se escuchaban las divertidas peleas entre hermanos y Pepe, sentado en un sillón del comedor, leía el periódico dejando que el sol le acariciara suavemente, entretanto, en una jaula de la terraza, dos canarios amarillos no paraban de cantar.

A finales del verano, Marisol, la dueña de la tienda de ropa, le ofreció a mamá un trabajo como modista, para arreglar la ropa que compraban las clientas y aunque al principio no quería aceptar, papá le pidió que hiciera un esfuerzo porque necesitábamos el dinero. Así pues, cada día tenía la obligación de vestirse, aunque fuese de riguroso negro, salir de casa y ayudar en la tienda. Por la tarde se quedaba cosiendo en casa la ropa que tenía que arreglar. Con el tiempo, algunas vecinas le pedían que  les confeccionase vestidos, camisas, chaquetas y todo eso la animó a seguir adelante con su vida.

A mediados de setiembre se acabaron las vacaciones de verano, muy nerviosa me preparé para ir a la nueva escuela, Olga, que conocía perfectamente mi extremada timidez, me acompañó hasta mi clase y me presentó a la maestra, Paquita, una señora mayor, que disponía de una gran dosis de paciencia. A la hora del recreo, Olga me esperaba para compartir su tiempo y sus galletas de chocolate.

Gracias a ella, me adapté a ese nuevo entorno, venciendo poco a poco mi vergüenza.  Más adelante, nos juntamos cinco chiquillas de diferentes edades y formamos el grupo de “las inseparables”. Olga era la mayor, alta, pelirroja, con infinidad de pequeñas pecas en la nariz que resaltaban sobre su piel blanca, también era la más atrevida. Luego estaba Maite, pequeña de estatura, con el pelo castaño y los ojos color miel, era la más lista. A continuación, Juani, rubia, gordita y divertida. Después iba yo, Marisa, muy morena, ojos redondos y negros, muy delgada, demasiado tímida. Y, por último, la pequeña en edad, Rosa, pelo castaño, ojos grises, siempre nerviosa.

Todas vivíamos en el barrio, por lo que, al salir de clase nos quedábamos jugando en la plaza, mientras merendábamos hasta que nuestras madres nos llamaban para ir a casa. Nos gustaba jugar al escondite o saltar a la cuerda, aunque en la adolescencia, nos confesamos nuestros secretos más íntimos y compartimos sueños blancos, suspiros azules, anhelos rosas y pasiones coloradas, hasta que llegó el momento de separarnos.

La primera en marcharse fue Olga, también era la primera de su familia que iba a estudiar a la Universidad, puesto que sus tres hermanos trabajaban desde los catorce años. A finales de verano le hicimos una fiesta de despedida en la azotea de nuestro edificio, con una mesa de camping donde pusimos tortilla con patatas, ensalada, patatas fritas, aceitunas y croquetas que había cocinado su abuela. Mi padre nos colgó una ristra de bombillas de colores y una pancarta que decía: “VUELVE PRONTO OLGA. TE QUEREMOS”. Maite instaló una radio que le había dejado su primo y escuchamos música mientras tarareábamos algunas de las canciones de moda. Antes de despedirnos le hicimos prometer que vendría a menudo para ponernos al corriente de ese mundo tan excitante que era estudiar en la Universidad.

Y así fue al principio, que venía casi cada fin de semana, sin embargo, después de las vacaciones de Navidad nos confesó que estaba enamorada de Víctor, un compañero que estudiaba Derecho igual que ella. Víctor era alto, rubio, con el pelo un poco largo, una mirada azul cristalina y según Olga era el más guapo, el más inteligente y también el más travieso.

Cuando empezó a salir con Víctor cada vez venía menos. Luego en una de sus visitas admitió que a veces no iban a clase porque les invitaban a fiestas privadas donde tonteaban con los porros y el alcohol.

Sentí envidia de esa vida tan emocionante y atrevida, sin embargo, Maite, la más sensata del grupo, azorada por algunas confesiones eróticas que eran consecuencia del efecto de las drogas y el alcohol, le hizo prometer que dejaría las fiestas y se centraría en los estudios, puesto que sus padres y hermanos estaban haciendo un gran esfuerzo para que ella pudiese llegar a ser Abogada.

Avergonzada por su comportamiento, nos prometió que dejaría las fiestas, las drogas y el alcohol, sin embargo, Víctor se negaba a admitir su adicción. Luchamos todas juntas y conseguimos que Olga hablara con los hermanos de Víctor para que su familia le internara en un Centro de Desintoxicación.

Fue una época dura para Olga, ya que, por un lado, tanto sus padres como sus hermanos como las amigas le aconsejamos que se apartara de él, sin embargo, la familia de Víctor le pedía que siguiera a su lado apoyándole, porque de lo contrario le sería imposible salir de la agobiante espiral de las drogas. Ella decidió seguir a su lado y ayudarle a superar esta dura etapa y nosotras la respaldamos.

Finalmente, tanto Víctor como ella, superaron esa mala etapa, se centraron en sus estudios y se graduaron, Después de las vacaciones de verano el tío de Víctor le ofreció trabajo en su despacho como abogado laboralista y más adelante, una fresca tarde de otoño, bajo un manto de estrellas, sentados en un banco cerca de la playa, le pidió que se casaran y le regaló un impresionante anillo de brillantes.

La ayudamos a preparar la boda, comprar el vestido y cuando todo estuvo a punto, una cálida tarde de primavera, se casaron en una ermita. Olga llegó a lomos de un precioso caballo blanco, mientras Víctor, nervioso y sonriente, la esperaba delante del altar, adornado con aromáticas rosas blancas.

Cuando volvieron de la luna de miel en París, Olga nos sorprendió con la maravillosa noticia de que estaba embarazada, como decía ella, íbamos a ser “tías”. Era la primera del grupo en casarse y la primera que iba a ser madre, las demás ni siquiera teníamos novio y suspirábamos por conocer alguien como Víctor para enamorarnos y poder vivir una historia de amor como la de nuestra amiga.

Nació Leonor, una niña sana y preciosa con el mismo pelo rubio y los ojos cristalinos de su padre. Todo parecía perfecto hasta que un día avisaron a Olga desde el Hospital donde habían ingresado a Víctor, el cual había perdido el conocimiento en la oficina.

Después de efectuar infinidad de pruebas, le diagnosticaron SIDA. Olga estaba desolada, sobre todo cuando les obligaron a ella y a la niña a efectuarse las pruebas, que, gracias a Dios, salieron negativas, sin embargo, eso dañó su relación con Víctor, que con el paso del tiempo se volvió taciturno, malhumorado, incluso depresivo, hasta que una tarde, al salir del bufete donde trabajaba decidió quitarse la vida colgándose de una viga en el garaje, dejando una nota para Olga que decía:

“Querida Olga, siento mucho hacerte pasar por esta situación, pero no quiero ser una carga para ti, quiero que me recuerdes como un buen marido y un buen padre, así que te ruego que rehagas tu vida, porque nuestra hija necesita un padre a su lado. Gracias por formar parte de mi vida. Te quiero. Víctor”

Fue un duro golpe para Olga, convencida de que Víctor era el amor de su vida. Y aunque “las inseparables” estuvimos a su lado en todo momento, ella se sentía abandonada, decepcionada y deprimida. Una vez solucionados los aspectos legales de la herencia, en que la dejaba muy bien situada económicamente y para agradecer la colaboración que le habíamos brindado, nos invitó a pasar un fin de semana en un balneario que acababan de inaugurar.

Dejó a la niña con su madre y nos fuimos las cinco a un moderno SPA y, aunque parezca increíble, conoció a Enrique, un joven y guapo chef propietario de tres restaurantes en diferentes ciudades. Enrique era más joven que ella, alto, moreno, con una barba de tres días que le daba un aire bohemio e interesante y con una intensa mirada negra. Por lo visto, acababa de romper con su novia, una modelo muy guapa y engreída, a quien había pillado besándose con un actor.

Cuando Enrique y Leonor se conocieron, Olga supo que sería el padre ideal para su hija huérfana, por eso, después de vivir más de medio año juntos y comprobar que se acoplaban perfectamente, decidieron casarse.

De nuevo “las inseparables” ayudamos a Olga a preparar una boda por todo lo alto en una pequeña iglesia cercana a uno de los restaurantes de Enrique, donde luego se celebraría el banquete. Esta vez, Olga llegó en una limusina blanca y llevaba un vestido blanco de seda, con una larga cola que destacaba en la mullida alfombra roja, donde la pequeña Leonor dejaba ir pétalos de flores, con una gran sonrisa a la que le faltaban algunos dientes.

A la vuelta de su luna de miel en Venecia, nos anunció que estaba embarazada. Nueve meses más tarde nació Patricia, una preciosa niña con el pelo negro y rizado, igual que su padre. Compraron una casa con jardín y piscina, en una famosa urbanización de lujo. Enrique trabajaba muchas horas organizando los restaurantes y Olga cuidaba de las niñas, las llevaba a la escuela y al salir las acompañaba a jugar baloncesto, estudiar inglés o a tocar el piano. Su vida parecía perfecta, hasta que una noche de verano, cuando acababa de acostar a las niñas, se asomó por la ventana y vio un cuerpo flotando en la piscina. Bajó las escaleras de dos en dos, sin atreverse a respirar, temiendo lo peor y, cuando se acercó, comprobó que era el cuerpo de Enrique. Sin pensarlo, se tiró a la piscina, lo arrastró hasta la orilla y luego, intentó reanimarlo. Al ver que no respondía, llamó a una ambulancia, aunque, cuando llegaron ya estaba muerto. La autopsia reveló que había sido un ataque al corazón, seguramente debido al estrés.

Como siempre, “las inseparables”, estuvimos apoyándola tanto emocionalmente como a la hora de solucionar los temas legales. Le aconsejamos que se trasladara a vivir a un pequeño ático que Enrique tenía en el centro de la ciudad, para que lo pudiera superar más fácilmente, aunque es una mujer muy valiente y enseguida se volcó con sus dos hijas.

Meses más tarde, en una fiesta de cumpleaños, conoció a Roberto, el tío de una amiga de su hija. Roberto era un cirujano maduro e interesante que acababa de divorciarse de su tercera mujer. Alto, fuerte, con el pelo cano y exageradamente descarado, sabía como tratar a una mujer para que se sintiera única, haciendo que Olga se enamorara irremediablemente de él, de su descaro, su simpatía y sus ganas de vivir. Empezaron a quedar para ir al cine, a bailar o, simplemente, a pasear. Y aunque no tenía hijos, supo conquistar a las niñas que quedaron tan entusiasmadas de él como su madre. Por Semana Santa las invitó a un apartamento en Andorra y allí le pidió que se casaran, mientras las niñas aplaudían felices porque Roberto sería ahora su papá.

Una cálida tarde de otoño, alumbrados por una romántica puesta de sol, en una playa de Ibiza, se casaron delante de centenares de invitados elegantemente vestidos de blanco. Luego compartimos una deliciosa cena a la luz de aromáticas velas blancas y después cantamos y bailamos hasta la madrugada.

Pasaron los años, las niñas se fueron a estudiar a la universidad, Roberto estaba a punto de jubilarse,  Olga tenía la vida que había soñado, pero cuando todo parecía perfecto, Roberto salió de casa con el coche y una ráfaga de viento le hizo perder el control, chocando con una pared. Los médicos de la ambulancia intentaron reanimarlo, aunque estaba inconsciente. Lo ingresaron en el Hospital donde trabajaba, sin embargo no llegó a despertarse del coma, estuvo conectado a las máquinas casi un año, hasta que murió.

Olga estuvo a su lado,  cuidándolo hasta el último suspiro y cuando se quedó viuda por tercera vez, tememos por su salud, porque se la veía deprimida, sin ganas de vivir, por eso decidimos turnarnos para hacerle compañía e intentar animarla. Sus hijas después del entierro tuvieron que volver a sus obligaciones, Leonor participaba en un proyecto de biología en Málaga y Leonor estaba estudiando Historia del Arte en Italia. Y aunque Olga comprendía que sus hijas debían seguir con su vida, se sentía terriblemente sola.

Seguimos varios meses alternándonos para vigilar a Olga hasta que un día, al llegar a su casa, la encontré llenando algunas cajas con la ropa de Roberto. Al ver mi cara de sorpresa, se acercó y mientras me abrazaba explicó:

  • Marisa, siento que ya ha llegado el momento de rehacer mi vida, por eso daré todas las cosas de Roberto a la Cruz Roja, quiero que lo repartan entre las personas necesitadas.
  • Me parece perfecto, Olga, déjame que te ayude – le contesté abrazándola.

Luego me asombró explicando que se había inscrito en una página de citas, donde conoció a Nicolás un fotógrafo free lance, algunos años más joven que ella, acostumbrado a viajar por todo el mundo y al que le gustan los deportes de riesgo.

La miré impresionada mientras se justificaba diciendo:

  • Me he quedado viuda tres veces, y cada vez pensé que no lo podría superar. Sé que he tenido suerte y he conocido a personas maravillosas que me han querido mucho y a las que yo también he amado con locura. Sin embargo, ahora, el destino me ha permitido conocer a un hombre, joven y guapo, al que le gusta vivir al límite y me siento como si estuviese en la estación y pasase el último tren destino a la aventura, un tren al que debo subir para aprovechar mi última oportunidad: la de sentirme más viva que nunca.

Nunca me imaginé que Olga se atrevería a saltar en paracaídas, practicar submarinismo y mucho menos hacer puenting, entre otros pasatiempos, sin embargo, nos ha ido enviando fotografías de sus nuevas aficiones, algunas de las cuales nos ponen los pelos de punta. En su última aventura, mientras descubrían unas grutas de hielo en Alaska, decidieron casarse en el castillo Tamarit, un lugar mágico de la Costa Dorada.

Después de explicarnos sus planes para la próxima boda, nos ha pedido que seamos sus Damas de Honor y que le organicemos una despedida de soltera en algún local de variedades, así que después de cenar en un restaurante japonés, hemos acabado en este local que acaban de inaugurar, que tiene fama de ser un poco picante y muy espectacular.

Mientras esperamos que empiece la fiesta, degustando un mojito, he repasado la vida sentimental de Olga, sentada a mi lado, la contemplo de reojo, con su bonita sonrisa que expresa su felicidad al compartir esta noche con nosotras. Observo al resto de mis amigas mientras me pregunto si alguna de nosotras ha conseguido realizar sus sueños, esos sueños que tantas veces hemos compartido.

Olga consiguió acabar sus estudios de Derecho, pero jamás ha ejercido como abogada, sin embargo, nos lleva mucha ventaja a todas en el plano sentimental. Maite quería ser médico, no obstante, perdió la beca, pero parece feliz de poder ejercer como enfermera y, aunque ha tenido varias parejas, sigue soltera y se conforma con  la amante de un famoso cirujano. Juani anhelaba ser maestra, pero cuando murió su padre a los dieciséis años empezó a trabajar en la fábrica y actualmente es encargada de sección. No ha estado nunca con ningún hombre, pero por fin ha salido del armario y vive con Aurora, con quién parece haber encontrado la felicidad. Rosa quería estudiar filosofía y siempre decía que quería ser escritora, pero se enamoró de César, propietario de una librería, con quién comparte la vida laboral, personal y sus tres hijas. A mí me hubiese gustado estudiar Química, pero mis padres estaban convencidos de que no tendría futuro laboral, así que me convencieron para que estudiara Administrativo, me presentase a unas oposiciones en los Juzgados, donde trabajo como funcionaria, igual que Carlos, mi marido. Entonces pienso que, tal vez no es tan importante conseguir que los sueños se hagan realidad, puede que lo importante sea que la realidad se convierta en nuestro sueño.

Examino mi vida amorosa y comparada con la de Olga, me parece aburrida. Conocí a Carlos en el Centro de Estudios Cervantes, donde estudiamos Administrativo, enseguida conectamos y nos hicimos muy amigos. Su cara aniñada, los rizos dorados y unos preciosos ojos color miel, hicieron que me enamorara perdidamente de él. Nos acostumbramos a estudiar juntos, preparar los trabajos y, más adelante, empezamos a salir juntos, para ir al cine o a pasear. Cuando acabamos nuestros estudios, mi tío Ernesto, que trabajaba en el Juzgado, nos convenció para que preparáramos oposiciones  y cuando las aprobamos me pidió que nos casáramos.

Ilusionada y con la ayuda de “las inseparables” preparamos nuestra boda en la Iglesia del barrio, pequeña pero acogedora. Con el Altar adornado con un precioso centro con rosas de diferentes colores, lazos de satén en los bancos donde se sentaban los invitados, un arco con lazos y flores adornaba la entrada y una mullida alfombra roja llegaba hasta el altar. Papá, con un elegante traje azul marino y una bonita corbata gris me acompaño orgulloso hasta el altar, donde me esperaba Carlos, guapísimo con un traje negro, camisa blanca y pajarita. Yo también estaba radiante con mi vestido de novia, blanco, adornado con pequeñas perlas y brillantes. Seguimos la tradición y la madre de Carlos me regaló unos pendientes azules, papá me compró los zapatos, que serían algo nuevo, mamá me dejó el liguero con el que se casó ella y que era de su madre para que llevase algo viejo y Olga me dejó una pulsera de oro que le había regalado Víctor, para llevar algo prestado. Fue una ceremonia muy emotiva y cuando salimos a la calle nos tiraron pétalos de flores y granos de arroz.

Lo celebramos en el restaurante de la tía de Carlos, donde comimos, bebimos, bailamos y cantamos hasta la madrugada. La primera noche dormimos en nuestra nueva casa, un piso pequeño pero acogedor en el mismo barrio donde habíamos crecido. Nos despertamos con resaca, así que aprovechamos para pasar y, aunque pensaba que, por fin, me iba a desvirgar, se excusó diciendo que no se encontraba

Por la tarde, preparamos las maletas y fuimos a la estación a esperar el Talgo que nos llevaría a Ginebra donde pasaríamos nuestra luna de miel. El tren salió por la noche, dormimos abrazados hasta que llegamos a Ginebra sobre las seis de la mañana.

Siempre había pensado que la primera vez tenía que ser especial, sobre todo cuando vas a hacer el amor con la persona que más quieres y que has elegido para pasar juntos el resto de la vida. Me lo imaginaba como en una película romántica, donde el chico acaricia lentamente las curvas de la chica hasta que llega el momento esperado y los dos se desahogan juntos.  Carlos no era paciente ni delicado, aunque parecía que se esforzaba. Creí que era por falta de práctica, aunque confieso que con el tiempo no ha mejorado, siempre tengo la impresión de que tenemos sexo por obligación, como si no tuviese demasiadas ganas.

Eso sí, cuando tres meses después de la boda, le confesé que estaba embarazada, demostró ser la persona más feliz de este mundo.  Desde que nació Ana, nuestra pequeña, que actualmente está a punto de cumplir veinte años, ha sido el mejor padre y compañero que podía desea, por eso, con el paso de los años sé que le amo con locura, sin embargo, sigue siendo pésimo en la cama. No es que quiera justificarme, pero cuando conocí a Alberto, un abogado joven y divertido  empezó a tirarme los tejos, me dejé conquistar y quedé con él esperando un poco de aventura en mi monótona vida sexual.

Alberto es algo más joven que yo, bajo en estatura, rubio y con una mirada verde penetrante.  Desprende un agradable aroma a bosque que le hace rematadamente sexy y su humor irónico siempre me hace reír.

Por suerte, Carlos y yo trabajamos en departamentos diferentes, yo estoy en Penal en la cuarta planta y él está en un departamento civil de la segunda planta. No nos vemos en toda nuestra jornada laboral y no me cuesta nada mentirle para poder quedar con mi amante, así pues, después de comer con Alberto un par de veces, me llevó a su casa, un enorme chalé en una de las mejores urbanizaciones. Su mujer es azafata de vuelo y casi siempre está de viaje, no tienen hijos, por lo que tiene vía libre para hacer lo que quiera.

Todavía me tiemblan las piernas cuando recuerdo la primera vez que estuvimos juntos. Nada más entrar en casa, me vendó los ojos con un pañuelo de seda, luego me desnudó lentamente, me cogió de la mano y me guió hasta una habitación que olía a jazmín y suavemente, me depositó encima de una enorme cama de agua, luego me besó los dedos de los pies y fue subiendo por las piernas, muslos, besó mi sexo y siguió recorriendo mi cuerpo hasta llegar a mi boca. A continuación, lamió suavemente mis pezones, haciéndome enloquecer. Su lengua recorrió mi cuerpo lentamente, recreándose en cada rincón y cuando llegó a mi sexo, exploté en un fabuloso orgasmo. A continuación,  se coló dentro de mí, moviéndose lentamente primero,para ir subiendo el ritmo hasta que los dos compartimos ese momento tan íntimo.  Estirados encima de la cama, me quité el pañuelo de seda y le besé apasionadamente en la boca, deseando que ese día no finalizara nunca.

Desde entonces, vivo con Carlos, a quien quiero como el primer día, pero tengo mis aventuras con Alberto, a quien no dejaría por nada del mundo.

No sé de quien fue la idea de celebrar la despedida de soltera de Olga en este local de variedades, a mí nunca se me habría ocurrido. Claro que hemos cenado en un restaurante cercano y llevamos algunas copas de más. Cuando hemos entrado en el local, más bien oscuro y decorado con un toque vintage, me ha parecido retroceder en el tiempo, sin embargo, veo a Olga muy cómoda y contenta, por lo que he decidido relajarme y disfrutar con el espectáculo que parece que ya va a comenzar.

Suena la música de “Nueve semanas y media “y en medio de una humareda colorada, aparece un bombero, moviendo rítmicamente las caderas mientras va desvistiéndose lentamente, bailando y cantando sensualmente hasta que se queda en tanga, mientras todas las chicas chillan emocionadas, sobre todo Olga, que está bastante borrachina. Ella es la primera de meterle un billete de diez euros en la parte delantera de su tanga.

Siguen con un espectáculo de magia, algo rimbombante, original y divertido. Nos reímos a carcajadas igual que el resto del público. El siguiente espectáculo empieza con una lluvia de confeti brillante, mientras suena la música de “Like a virgin”

Aparecen dos mujeres muy guapas, vestidas con unos ajustados vestidos de color plateado, encima de unos zapatos de tacón a los que yo nunca me atrevería a usar. Las examino detenidamente, llevan peluca, una rubia y otra morena. Me detengo en el cuello y observo que tienen la nuez muy prominente, por eso deduzco que no son mujeres, son transformistas. Sin embargo, tienen un cuerpo muy sexy y se mueven endiabladamente bien. Observo detenidamente a la morena, que también me mira a mí. Nuestras miradas se detienen, sé que conozco esos ojos, pero no acabo de identificar a quién pertenecen, cuando me percato que me está guiñando un ojo. Entretanto, Olga me susurra al oído:

  • ¿No le encuentras un cierto parecido a Carlos?

Quiero contestarle, pero no me salen las palabras y sé de sobras, que me he quedado con la boca abierta, examinando detenidamente esa persona con la que he convivido más de veinte años y a la que creía conocer demasiado bien. Mientras mueve sus caderas sensualmente advierto que nunca le había visto tan feliz y me siento engañada por un lado y liberada por otro. Supongo que nos tendremos que poner al corriente de nuestra doble vida y tomar algunas decisiones importantes, porque, al fin y al cabo, eso es la vida tomar decisiones que favorezcan a todas las partes implicadas.

Lois Sans

30/11/2018

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