La Herencia

Sentada en una silla de plástico reciclado, en un despacho de la comisaría de policía, con un corte en el labio y un ojo morado y, después de haber puesto una denuncia por malos tratos a mi marido, no puedo evitar el recuerdo de mi abuela Dolores. Si levantara la cabeza, seguramente, se horrorizaría al verme en este estado, sollozando, con el sabor dulzón de mi propia sangre y oliendo a derrota.

Cierro los ojos y veo la mirada rígida y firme de la abuela, con esa mirada nadie se atrevía a contradecirla, ni siquiera el abuelo Marcelino. Bueno, tal vez, él era el que menos se atrevía, siempre esperaba sus órdenes, no recuerdo que jamás le llevara la contraria durante todos los años que vivieron juntos.

Vivíamos en un gran caserón de las afueras, mis abuelos, mi tío Antonio, mis padres, mi hermano pequeño Raúl y yo. Hasta que el tío se casó y se trasladó con Margarita, su mujer, a vivir en un pequeño piso en el centro de la ciudad. Nosotros seguimos viviendo, junto con los abuelos, en la casa familiar.

Muchas veces se me antojaba que era muy incomodo vivir en una casa alejada de la ciudad, sobre todo cuando tenía que levantarme más temprano para ir andando o en bici al colegio o a casa de alguna de mis amigas, sin embargo, no cambiaría por nada del mundo las maravillosas salidas de sol por detrás de las montañas o las fantásticas puestas de sol con la luna asomando y reflejándose en el río.

Mi padre, Juan, trabajaba en una fábrica, pero era el encargado del mantenimiento de la casa, y, aunque a menudo engrasaba la verja de hierro de la puerta de la entrada al jardín, parecía que tenía vida propia, porque siempre chirriaba, como quejándose de que la abrieran o cerraran. En el centro del jardín había un estanque que  siempre albergaba cientos de peces de un vivo color naranja, los cuales parecía que jugaban a esquivar los alegres nenúfares, que florecían desde mayo hasta setiembre, desprendiendo un agradable aroma a brandy. Junto al estanque, un par de bancos de madera y una mesa de piedra alargada, era nuestro punto de encuentro en las noches calurosas de verano.

La entrada principal tenía una puerta de madera rústica, con un picaporte de hierro que simulaba una mano llamando. Una vez dentro, el recibidor cuadrado albergaba un perchero de madera de color marrón oscuro, un aparador alargado, del mismo color, con un espejo encima, un banco de madera con unos cojines de terciopelo granate, que escondía un cofre debajo, donde mi hermano Raúl y yo guardábamos nuestros secretos. Frente, una escalera de madera con el pasamanos de hierro forjado llevaba al piso superior, donde estaban los dormitorios. En un rincón de la primera planta había una escalera de caracol, metálica que llevaba hasta la bohardilla, donde se guardaban algunos muebles viejos, un armario con ropa de otras épocas, una cama metálica y un baúl cerrado con llave.

En la planta baja, al lado de la escalera estaba el salón, con un sofá de piel negro, dos sillones también de piel, enfrente de la gran chimenea. Un balancín de madera apostado a un lado del gran ventanal por el que se podía disfrutar de las maravillosas vistas al río por donde el sol se escondía coloreando el paisaje de una amplia gama de azules, rojos, rosas y anaranjados.

Al otro lado, se encontraba el comedor, con una larga mesa de madera maciza, doce grandes sillas tapizadas en terciopelo verde, un mueble con estantes repletos de vajillas, copas y tazas antiguas. A continuación, la biblioteca. Una sala alargada, forrada de estanterías de madera abarrotas con libros de todo tipo, una mesa de caoba, dos sillones tapizados en terciopelo estampado con flores blancas y el aroma del papel flotando en el aire, animando a leer un buen libro al calor de la chimenea.

La cocina, espaciosa y clara, olía siempre a café recién hecho. Tenía tres puertas, una que daba a la despensa, otra que salía al patio por la parte trasera y la tercera que bajaba al sótano, ese espacio terrorífico y oscuro al que nos castigaban cuando habíamos hecho alguna travesura.

El abuelo era más bien bajito, bastante delgado, muy callado y taciturno. No sé si es que no se atrevía a hablar o es que no tenía nada importante que decir. Por el contrario, la abuela era alta, robusta, segura de sí misma. Todos le teníamos respeto, tal vez, temor.

Aún recuerdo, con terror, el día que nos pilló a mi hermano y a mí hurgando en su habitación, y nos castigó encerrándonos al sótano. Allí abajo, a oscuras, con la caldera metiendo aquel ruido ensordecedor al que se le sumaban crujidos de madera, ecos de voces, olores nauseabundos a bichos podridos y otras cosas que nos inventábamos mientras nos abrazábamos fuertemente, sollozando; hasta que mamá nos bajo a buscar y, después de bañarnos nos mandó a la cama sin cenar, haciéndole jurar que jamás volveríamos a enojar a la abuela.

Un día papá vino a buscarnos al colegio y nos explicó que la abuela había tenido un accidente, un camión que maniobraba en una calle estrecha, no la vio pasar y la aplastó contra una pared y, aunque la ambulancia llegó enseguida, no pudieron hacer nada porque tenía los pulmones perforados.

El abuelo se quedó confuso, triste y abatido, pasaba las horas sentado en el balancín del salón, mirando hacia la ventana que daba al río, como si esperara a que le viniera a buscar. Al cabo de un mes lo encontramos en su cama, sin vida, el médico dijo que le falló el corazón, pero nosotros sabemos que no podía vivir sin ella.

Una vez estuvieron los abuelos enterrados en el panteón familiar, mi madre cogió las riendas de la familia, transformándose en otra persona, parecía que se había quedado con el alma de la abuela, porque empezó a mandar, decidir y gritarnos a todos por cualquier situación. De repente, ya no era la madre cariñosa y dulce que habíamos conocido de pequeños, estábamos en plena adolescencia y su mano dura caía encima de nuestros cuerpos por cualquier disconformidad que reveláramos.

Sin tener en cuenta la opinión de papá en ningún momento, decidió enviar a mi hermano Raúl a un internado francés y a mí me obligó estudiar Secretaría, porque, según ella era la mejor opción para una señorita. De nada sirvió que se me diera bien el dibujo, ni siquiera quiso escuchar la opción de estudiar Bellas Artes.

Después descubrí que la relación entre mis padres no era buena, cuando papá se quejaba o no hacía lo que ella quería, mamá le gritaba y, en más de una ocasión, pillé a mamá pegándole algunos azotes, algo que me hizo sentir impotente y, a la vez, me atemorizó el rumbo que tomaban nuestras vidas, al amparo de esa nueva mujer que desconocía por completo.

Agobiada por la situación de malos tratos hacia mi padre, por la severidad de mi madre conmigo y también por intentar ser la mejor de la clase caí enferma, una bronquitis que acabó con una importante infección en la boca, me hizo quedar en la cama casi un par de meses. Desde el primer día, mi madre estuvo siempre a mi lado, cuidando de mí, como cuando era niña, poniéndome paños de agua fría en la frente para hacerme bajar la alta fiebre que tenía cada noche, llevándome un bol de sopa caliente, zumos de frutas y ayudándome a tomar los medicamentos.

Así pues, cuando empecé a encontrarme mejor, aprovechando la complicidad de la situación, me atreví a preguntar:

  • Mamá, desde que murieron los abuelos has cambiado. ¿qué te ha pasado?
  • Hija mía esta es la herencia que nos dejan a todas las mujeres de la familia – contestó mirándome tiernamente.
  • ¿Herencia? ¿Qué herencia? No entiendo – pregunté extrañada.
  • Solo puedo contarte que tu bisabuela Carlota vivió atemorizada por su marido, el cual, cada vez que se emborrachaba, le pegaba y maltrataba, hasta que un día, cogió a su hija, tu abuela Dolores, y huyó lejos para que no las pudiera encontrar. Vino aquí y empezó de nuevo, una nueva vida, muy diferente de la que tenía hasta entonces. Con su duro trabajo y su inteligencia pudo adquirir a muy buen precio esta casa y, por ahora no puedo contarte nada más, solo que cuando yo me muera tú heredaras esta casa con todo lo que hay dentro de ella y el libro con las ordenanzas de las mujeres – contestó con un tono más duro que me hizo estremecer.

Y besándome suavemente en la frente, me dejo estirada en la cama, atemorizada por esas extrañas palabras que me acababa de confesar.

Una vez logré superar esa larga enfermedad, me incorporé a mis estudios de secretariado, intentando pasar menos tiempo en casa y, sobre todo, enfrentarme a mi madre, la cual era, cada vez, peor que la abuela, mientras tanto, papá se iba pareciendo al abuelo, callado, taciturno, desmemoriado, incluso un poco “dejado”.

Debido al tiempo que pasé en cama, mi cuerpo se había agarrotado, me dolía mucho la espalda, así que mamá, cansada de oír mis quejas, cada vez más frecuentes, y, aconsejada por su amiga Marina, me acompañó a un osteópata, sobrino de su amiga, del cual contaban excelencias como profesional.

Tenía la consulta en la planta baja de un edificio del centro de la ciudad. Mamá llamó al timbre y, pasados unos minutos, oímos unos pasos que se acercaban a la puerta y abriéndose, apareció Héctor, alto, moreno, con una bonita sonrisa. Mamá se dio a conocer y él, muy amablemente, la invitó a que volviera al cabo de una hora, que es lo que duraba la sesión, haciéndome entrar en una pequeña sala pintada de blanco con un par de sillones de mimbre, también blancos, una mesita de cristal con unas revistas y una lámpara de pie de madera blanca. A un lado un pequeño naranjo en una maceta de color blanco decoraba la estancia, que desprendía un agradable olor a lavanda.

Luego abrió una puerta corredera y entramos en otra habitación más grande, con una ventana alargada por donde se colaba el sol, debajo una mesa lacada en blanco albergaba un portátil, un móvil y un par de carpetas azules. Él se sentó en una silla de despacho de color crema y yo en un sillón de mimbre blanco, igual que los que había en la sala de espera.

Con su voz grave y profunda empezó a preguntarme todos mis datos personales, que, con gran destreza, iba introduciendo en el ordenador. Luego me hizo una foto con el móvil, alegando que era para adjuntarla con la ficha de paciente.

A continuación, mirándome a los ojos dijo:

  • Cuéntame exactamente dónde te duele, qué tipo de dolor y desde cuándo
  • Me duele mucho la espalda, sobre todo los hombros – contesté señalando las partes donde tenía más dolor
  • También me duele la parte baja de la espalda – seguí explicando y señalando exactamente el lugar.
  • ¿Qué tipo de dolor? Quiero decir si es punzante o tiene siempre la misma intensidad – explicó guiñándome un ojo.
  • Creo que tiene siempre la misma intensidad, aunque, algunas veces, según los movimientos que hago, tengo la impresión de que se me clavan pequeñas agujas por toda la espalda.
  • De acuerdo – dijo mientras se levantaba de la silla – desnúdate y estírate en la camilla.

Me levante tragando saliva, atemorizada y con las palabras “desnúdate” resonando en mis oídos. Pasamos a otra parte de la sala, donde había un mueble blanco apoyado en la pared, con diversos instrumentos, pomadas y un pequeño equipo de música; la camilla en el centro y a un lado un par de sillas y una alfombra de pelo marrón.

Lentamente me quité el vestido y me quedé en ropa interior, muerta de vergüenza, sin saber qué hacer, hasta que, de pronto sonó una música suave que acompañaba el sonido de las olas del mar ypájaros que cantaban alegremente.

De repente, apareció delante de mí, sonriendo mientras me decía:

  • Tranquila, no te va a pasar nada. Tal vez te notes dolorida un par de días, pero después empezarás a mejorar. Estírate boca abajo, con la cabeza dentro del agujero.

Me quité los zapatos y me estiré en la camilla, temblando como una hoja en un día de viento. Al poco rato me llegó un suave aroma a eucalipto y empezó un suave masaje en los hombros, haciéndome sobresaltar.

  • Si te duele mucho, dímelo, no quiero que sufras – dijo con aquella voz aterciopelada que acariciaba mis tímpanos, suave pero profundamente.

Poco a poco me fui relajando, mientras él amasaba mis hombros, deshaciendo los nudos que habían formado los músculos y nervios.

Luego me desató el sujetador y siguió trabajando por los lados de la columna, modelando cada parte de mi espalda, hasta que llego a las lumbares y estuvo bastante rato efectuando un suave pero eficaz masaje y entonces me quitó las bragas, haciendo que me sobresaltara y mi cuerpo diera un respingo.

Pero él siguió friccionando mi cuerpo con sus expertas manos, acariciándome suavemente el culo para seguir con el muslo derecho, luego con el izquierdo y, a continuación, con las piernas, para acabar con los pies.

Me estremecí cuando su voz grave resonó en mi oído, mientras me ordenaba:

  • Date la vuelta, preciosa.

Lentamente me giré, quedando mi cuerpo desnudo al descubierto, sintiéndome avergonzada y, sin poder evitarlo, me tapé con una mano los pechos y con la otra el pubis.

Sonrió mientras intentaba tranquilizarme:

  • No te preocupes, relájate, déjate llevar por la música y mis manos, disfruta porque te va a gustar de verdad.

Y empezó a sonar el bolero de Ravel y percibí sus expertas manos en un suave masaje en la cabeza, que me hizo confiar, relajándome completamente. Con las manos untadas de un aceite que olía a frambuesas pasó la yema de los dedos alrededor de los pechos, casi sin tocarme, excitándome sin querer, deseando más. Fue bajando por el centro hasta el ombligo, mientras me dejaba llevar por la música, por sus expertas caricias y el aroma excitante del aceite, experimentando miles de sensaciones que ni siquiera me había atrevido soñar, llevándome a otra dimensión, a un espacio al que no logré volver jamás, y justo cuando la música llegaba al final, él conseguía que yo llegara al éxtasis. Y aunque me habría gustado seguir con la fabulosa experiencia, sonó el timbre de la puerta y me pidió que me vistiera, porque seguro que era mi madre. Mientras acababa de vestirme, entró mi madre y Héctor le explicó que era necesaria una nueva sesión, en quince días, para dejar mi espalda en condiciones.

Así pues, el día que habíamos quedado, volví a la consulta de Héctor, esperando y deseando encontrarme con una nueva experiencia sexual, soñando en que, además de acariciarme, me besara y me poseyera. Sin embargo, abrió la puerta Aurora, su compañera, con la que compartía, a parte de su vida, también, los pacientes, dejándome completamente decepcionada. Cuando le pregunté por Héctor, le excusó explicando que le había salido una urgencia y, aunque era una buena profesional y logré relajarme, eché de menos esas manos expertas revolucionando mi cuerpo. Quedamos en que necesitaría una nueva sesión al cabo de un mes, así que, de nuevo, soñé que me encontraría, de nuevo, con Héctor, fantaseando por las noches con esas manos experimentadas me habían hecho tan feliz.

Sin embargo, cuando llegué de nuevo a la consulta, acompañada de mi madre, de nuevo abrió la puerta Aurora. Cuando nos quedamos solas me atreví a preguntarle:

  • ¿Dónde está Héctor?
  • Héctor está estudiando un curso sobre Kinesiología, así que me he quedado con sus pacientes. Espero que no te importe – contestó guiñándome un ojo.
  • Claro que no. Pero me extrañaba que él me hubiese atendido el primer día y luego no le he encontrado más – dije intentando disimular mi decepción.

Fui varias veces más a la consulta, pero nunca más volví a encontrarme con Héctor, aunque por las noches siempre soñaba con él.

Cuando acabé mis estudios mi madre me tenía reservada una sorpresa. Primero fuimos de compras, las dos solas, como cuando era pequeña y, si bien me dejó escoger algún vestido, incluso unos zapatos, se puso muy pesada para que me comprara un vestido largo de color rosa, alegando que me habían invitado a una fiesta, lo cual me dejó un poco preocupada.

Cuando nos sentamos en una cafetería a merendar, me explicó que Matías, el hijo de su amiga Candela, me había invitado a su fiesta de cumpleaños. Era una fiesta elegante en una sala privada, donde solo se podía entrar con invitación y, abriendo su gran bolso, sacó un sobre alargado de color marfil con mi nombre escrito a mano.

Me lo entregó sonriendo y apresándome para que lo abriera, así que saque del sobre una tarjeta también alargada, de color marfil con unas letras escritas en cursiva, muy cursis, a mi parecer, en la que oficialmente me invitaba a su fiesta de cumpleaños, después informaba de la dirección, a continuación, había escrito el teléfono para confirmar la asistencia y al final, entre paréntesis, indicaba que se debía vestir de etiqueta, los hombres traje y corbata, las mujeres vestido largo.

Intenté excusarme para no ir, sin embargo, mi madre no me quiso escuchar, simplemente decía que ya era hora que conociera personas de un cierto nivel y que pensara en mi futuro y acabó diciendo que en casa mandaba ella.  La miré horrorizada, diciéndole que yo era mucho más joven que él y sus amigos, pero no sirvió de nada, ella ya había decidido que debía hacer con mi vida.

Así pues, una tarde de sábado me acompañó hasta el local donde Matías daba la fiesta. En la entrada estaba su amiga Candela, que muy amablemente me presentó a su hijo, al que me había imaginado mucho más viejo. Me sorprendió encontrarme con un hombre alto, moreno, con unos preciosos ojos azules y una maravillosa sonrisa. Y aunque en ningún momento se interesó por mí, fue muy amable presentándome a todos los invitados, la mayoría de su edad, lo cual me hacía sentir pequeña, incluso insignificante.

Entre los invitados encontré a Héctor y Aurora, que me saludaron muy efusivamente, sobre todo él, que me miró de arriba abajo como denudándome con su mirada, provocando que me sonrojara y lo deseara.

Luego, conocí a Manuel, una persona sencilla y tímida, con una bonita sonrisa que iluminaba su rostro moreno. No se separó de mí en toda la noche, siempre pendiente de cualquier necesidad que me pudiera surgir.

La sala estaba lujosamente decorada con unos espejos que ocupaban toda una pared, en el otro lado había varias mesas con tapas y bebidas de todo tipo. En una esquina había una tarima con dos músicos y una cantante, que nos amenizaron con las últimas canciones de moda. Del techo colgaban un par de bolas de cristales, las cuales iluminaban el local gracias a unos focos de colores que giraban y los enfocaban.

Después de comer esas deliciosas tapas y probar casi todos los cócteles, llegaron un par de camareros con una gran tarta de chocolate decorada con frutas de todo tipo y velitas de color rojo que iluminaban el postre. Todos empezaron a cantar la canción del cumpleaños feliz hasta que sopló las velas y todos aplaudimos.

El efecto de las bebidas alcohólicas empezó a notarse y empezamos a bailar. Manuel no se separó de mí ni un minuto, estuvimos bailando toda la noche y cuando la canción era lenta, me cogía con una delicadeza que me hacía sentir como una princesa Disney. En algún momento me sugirió que saliéramos de allí para dar un paseo por el parque y, aunque mi cabeza albergaba la figura de Héctor, me pareció de mala educación negarme y nos fuimos cogidos de la mano, cantando la última canción con la que habíamos bailado.

Paseamos por el parque, nos besamos y, poco a poco, ese chico tan reservado y tímido empezó a colarse en mi corazoncito adolescente, o al menos eso me parecía a mí. A partir de esa fiesta y sin darme cuenta, nos encontramos casi cada tarde y, aunque por las noches soñaba con las maravillosas manos de Héctor, Manuel estaba conmigo cada día, haciéndome sentir tan a gusto que creía que me había enamorado.

Una tarde que paseábamos por el parque cogidos de la mano, nos encontramos con mi madre y, aunque estaba atemorizada, no tuve más remedio que presentarlos y con voz trémula, le expliqué cómo se llamaba y quién era su familia. Sin embargo, cuando ella escuchó a que familia pertenecía, me guiñó un ojo y se retiró sonriendo. Cuando llegué a casa estaba aterrorizada por si había cambiado de idea, sin embargo, me sorprendió felicitándome a la vez que me ordenaba que, sobre todo, no lo dejara escapar y que procurara casarme con él porque era un “buen partido”,

Aprovechando que mi hermano Raúl venía del internado a pasar una semana en casa, mi madre le invitó a comer, haciendo oficial nuestra relación. Aunque al principio mi hermano se reía de que tuviera “novio”, se hicieron muy buenos amigos, incluso mi padre, que casi nunca decía nada, mantenía largas conversaciones sobre economía y política, dejándonos a todos sorprendidos.

Si bien yo era muy joven, los acontecimientos se precipitaron cuando me llevó a su casa y me presentó a sus padres, aprovechando para pedirme, en el jardín de su casa, que nos casáramos. Empezamos a preparar la boda y el día en que yo cumplía veinte años nos casamos en la Iglesia de San Pedro.

Sus padres nos regalaron un viaje romántico a Venecia. Paseamos en góndola por los canales, visitamos la Basílica de San Marco, el Palacio Ducal y el Puente de los suspiros, pero nunca conseguí suspirar por él como anteriormente lo había hecho por Héctor. Incluso cuando me hacía el amor mi cabeza se iba al día en que había masajeado mi cuerpo sacando de mi interior un erotismo que yo no sabía qué tenía. Jamás he conseguido disfrutar con el sexo como lo había hecho con Héctor, o tal vez, solo ha sido un mito que no he conseguido quitarme de mis pensamientos.

Como era tradición nos quedamos a vivir en la casa de las afueras, con mis padres y, poco a poco mi madre me enseñó las leyes de las mujeres de la familia. En resumen, un decálogo en el que la mujer era la que organizaba, ordenaba y regulaba la situación de cada miembro, utilizando, si hacía falta, la fuerza.

A los pocos meses de casados, mis padres sufrieron un terrible accidente, acabando los dos ahogados en el río. Exactamente no sabemos qué pasó, porque sus cuerpos aparecieron flotando cerca del puente que atraviesa el pueblo y la barca motora encallada algunos kilometros más abajo.

Una vez estuvieron enterrados en el panteón familiar y tal como mi madre me había explicado, subí a la bohardilla y con la llave que encontré en su joyero, abrí el baúl familiar, encontrando el testamento, donde me dejaba la casa junto con una carta donde me explicaba que la herencia de la familia, a parte de la casa, era la de dominar a todos los hombres de la familia y nunca dejar que me dominaran, dejando muy claro que esta herencia debía legarla a mis hijas, no había opción para los hijos, especificando claramente que si era necesario utilizara la fuerza para conseguirlo. Sobre todo, subrayaba que era mi obligación tener una hija para poder seguir con la tradición de las mujeres de la familia.

Y ahora puedo decir en voz alta que he fracasado, porque, aunque lo hemos intentado, nunca me he quedado embarazada, mi marido, que parecía tan mojigato como mi padre y mi abuelo, se ha revelado contra mí y, aunque le he pegado tan fuerte como he podido, él me ha dejado la cara como un mapa con un corte en el labio, un ojo morado y la moral por los suelos.

Eso sí, me servirá para denunciarle por malos tratos y aunque, seguro que él dirá que soy yo la que le pega, estoy tranquila porque no le creerán, yo siempre seré una pobre mujer aporreada.

Menos mal que mi madre y mi abuela no pueden levantar la cabeza.

Fin

Lois Sans

15.04.2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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