Por fin en casa

Por fin llego a casa, después de pasar quince días cuidando a mi madre, después que una neumonía la dejara fuera de juego, ella que nunca había estado enferma, que yo recuerde.

Son casi las tres de la madrugada, el taxista me ayuda a descargar la enorme y pesada maleta azul, que voy a tener que cargar hasta el tercer piso porque, aunque en el edificio hay un pequeño y antiguo ascensor, normalmente está estropeado, pero, en el caso de que funcione, hace un ruido metálico tan estridente que puede despertar a todo el vecindario.

Con la monumental maleta a cuestas, empiezo a subir por la estrecha y húmeda escalera, con el aroma de diferentes comidas mezcladas, mientras visualizo ese pequeño apartamento que tenemos alquilado Bruno y yo, aunque estamos ahorrando para mudarnos a un ático con terraza.

Cuando decidimos ir a vivir juntos, sólo podíamos permitirnos esta diminuta vivienda que, para una pareja está bastante bien.

Al entrar hay un pequeño salón-comedor, con una mesa cuadrada de madera negra y cuatro sillas a conjunto, una librería también negra está apoyada a la pared, pintada en color naranja, que le da un toque alegre a la estancia.

Al otro lado, frente al balcón tenemos un cómodo sofá blanco, donde nos acurrucamos a ver como cae la lluvia, dormir la siesta o mirar alguna serie del pequeño televisor, que está colgado en la pared

El balcón, aunque no es muy grande, está lleno de geranios de colores, que son la envidia del vecindario.

La cocina tiene una barra americana que da al comedor, donde hemos colocado un par de taburetes de madera, bastante altos, que nos van estupendamente para desayunar.

Aunque es una mini-cocina, no falta de nada, porque ya venía equipada con una moderna vitrocerámica, un pequeño frigorífico, empotrado en el interior de un armario y, al cabo de unos meses compramos un lavavajillas de segunda mano al propietario de un bar que iba a cerrar.

Nuestra habitación es bastante espaciosa y muy clara, con una amplia ventana por donde se cuelan los rayos de sol durante el día y la mágica luz de la luna por la noche. El armario empotrado nos ha ido de maravilla y, aunque las puertas estaban viejas y despintadas, lo hemos decorado con un enorme arco iris, que resalta el verde de las paredes y solo hemos tenido que comprar la cama y un par de mesitas en Ikea.

El cuarto de baño, aunque no es muy grande, nos ha quedado estupendo, con la maravillosa ducha de hidromasaje y una moderna mampara que evita las salpicaduras, sobre todo cuando nos metemos los dos juntos.

Mientras me imagino entrando en mi adorable morada, se me ha apagado la luz de la escalera, así que acabo de subir, a trompicones y con la maleta a cuestas, los últimos escalones y, al llegar delante de la puerta, justo en el momento que voy a sacar las llaves del bolsillo, observo que no está cerrada, solamente está entornada.

Extrañada, acabo de abrirla y me asomo, intentando no hacer ruido, para que no se estropee la sorpresa de meterme en la cama,  abrazarme a mi Bruno y acariciar  ese cuerpo que tan bien conozco y que tanto he echado de menos.

Con la única luz de la luna llena, que se cuela por la puerta entreabierta del balcón, entro de puntillas, intentando no hacer ruido. De repente, tropiezo con algún objeto que hay tirado en el suelo.

Enciendo la linterna del móvil, enfoco al suelo y me encuentro un par de zapatos de charol rojos con una alta  plataforma y un tacón de aguja, que yo en mi vida me he atrevido a usar.

Sofocada, empiezo a sudar, no sé si se me ha parado el corazón o va tan deprisa que no hay quien lo pare.

Me siento en la silla y, tapándome la cara con las manos, empiezo a recordar ese intervalo de duda que se creó en nuestra relación después de que descubriera que Bruno flirteaba por WhatsApp con una niñata buscona.

Ocurrió unos días después de llegar de nuestras románticas vacaciones en Venecia, donde, a parte de las típicas visitas culturales, paseamos en góndola, bailamos, paseamos a la luz de la luna y disfrutamos con la mejor gastronomía en los restaurantes más románticos, sin olvidar las noches de amor en una suite con las mejores vistas al canal. En fin, estuvimos ahorrando casi un año para esa romántica semana de vacaciones en Venecia y, la verdad, valió la pena.

Sin embargo, una noche, mientras cenábamos, observé que no paraba de escribir en el móvil, así que, me acerqué, sigilosamente por detrás y le pillé manteniendo una conversación con una tal Katia.

Se asustó cuando, desde la retaguardia le pregunté:

  • ¿Quién es Katia?
  • Pues… una chica que trabaja en el bar donde vamos a comer – contestó mientras cerraba la conversación y me sonreía intentando disimular.
  • ¿Y de que habláis? – proseguí, sin disimular mi malestar.
  • De nada en especial, de cómo ha ido el día, de política, no sé, nada en concreto, tranquila – contestó bastante azorado.
  • Por cierto, cariño, y a ti ¿cómo te ha ido el día? – cambio rápidamente de tema y, mientras se levantaba, me cogió por la cintura y me besó en la boca.

Le seguí la corriente, besándole ardorosamente y acabamos haciendo el amor, apasionadamente, en la alfombra del salón.

Aproveché que estaba en la ducha para coger el móvil y espiar esas conversaciones “banales” con Katia.

El corazón me dio un vuelco cuando descubrí que llevaban un par de meses hablando y que, lo que al principio eran conversaciones “superficiales” se iban transformando en algo parecido a una necesidad, sino ¿por qué cada día le mandaba una foto suya para desearle que tuviera un buen día?

Sentada en el sofá, los celos empezaron a roer en mi interior, así que miré detenidamente las fotos de la chica, quería saber cómo era mi competidora.

Me encontré con una chica bastante más joven que yo, tal vez diez o doce años, delgada, con grandes pechos, culo respingón, larga cabellera morena, ojos almendrados y labios gruesos.

Cuando Bruno salió de la ducha, me encontró, a oscuras, enfrentándome a uno de mis peores miedos, que me abandonara.

  • ¿Qué haces a oscuras? ¿Ocurre algo? – preguntó extrañado.
  • No sé, cuéntamelo tú – respondí enseñándole el móvil con las conversaciones de Katia.
  • Pero, solo somos amigos, no ha pasado nada. Nos vemos en el restaurante y luego hablamos por WhatsApp y ya está – contesto un poco indignado.
  • Yo creía que todo estaba perfecto entre nosotros, creía que éramos felices – dije levantándome lentamente, dejando el móvil en la mesita.
  • Y está perfecto. Por supuesto que somo felices, no entiendo qué te hace pensar lo contrario. NO-HA-PA-SA-DO-NA-DA – repitió poniendo especial énfasis en las cuatro últimas palabras.
  • No ha pasado nada más, diría yo. Parece que esa pelandrusca tiene la necesidad de mandarte una foto suya diariamente para darte los buenos días, tal vez es porque piensa que, aunque no ha pasado nada, la relación irá progresando. Después será un café a solas, más adelante una comida y, con el tiempo, una cena – insistí con voz tremulosa.
  • En ningún momento se me pasó por la cabeza liarme con ella, te amo a ti – dijo abrazándome con fuerza.

Me beso tiernamente en la frente, los ojos y apasionadamente en la boca, haciéndome sentir estúpida por tener dudas y luego me dijo, al oído:

  • Mira si esto tiene que ser un problema, no hablo más con ella y ya está. Es a ti a quien quiero.

Al día siguiente, pedí permiso para salir de la oficina a la hora que calculaba que Bruno estaría en el restaurante, cogí un taxi y me acerqué a observar.

Y allí estaba él, con dos compañeros de trabajo, comiendo y riendo. Escondida tras una mampara, la vi a ella, coquetear con los tres y luego los vi babear, posiblemente hablaba con todos, a ver a quien pillaba primero.

En casa no comenté nada más, intenté seguir con toda la normalidad posible, hasta que, cuando dormía, le cogí el móvil para espiar si había seguido hablando con ella y mi corazón dio un vuelco cuando descubrí que ella seguía mandándole una foto suya cada mañana.

Esa noche no dormí, no podía quitarme a esa niñata de la cabeza. Cada vez que cerraba los ojos la veía coqueteando con Bruno y él babeando y riendo sus tonterías.

Por la mañana, se notaba que no había pegado ojo en toda la noche y, besándome en la mejilla me pregunto:

  • ¿Qué te ocurre? ¿No te encuentras bien?
  • He dormido mal. He tenido una pesadilla, he soñado que llegaba a casa y la encontraba vacía, alguien me lo había robado todo – contesté intentando esconder la enorme tristeza que sentía.
  • Pobrecita, cuanto lo siento. No te preocupes, aquí estoy yo para protegerte – dijo abrazándome muy fuerte.
  • ¿Y si algún día viene alguien y te rapta? – pregunto con un nudo en la garganta.
  • Eso no ocurrirá, estaremos siempre juntos. ¿No? – contestó mirándome fijamente a los ojos, de los que salía una pequeña lágrima, que no pude reprimir.
  • No lo sé, por mi parte sí, pero, tal vez, tú te has cansado de mí – sentencié echándome a llorar.
  • ¿Por qué lloras? ¿Qué ocurre? – preguntó asustado.
  • ¿Hablas con Katia, cada día? – pregunte mordiéndome el labio y mirándole fijamente a los ojos.
  • Bueno, un poco sí, pero no tiene ninguna importancia para mí. Es una amiga y ya está.
  • ¿Y podrías dejar de hablar con ella y no verla más? – seguí preguntando atemorizada.
  • Por supuesto que sí. Pero no entiendo esa obsesión que tienes por esa chica, a mí quién me importa eres tú y nadie más – contestó un poco ofendido por la duda.
  • Has pensado en cómo te sentirías si un día descubrieras que alguien me manda fotos suyas cada mañana y me desea buenos días al despertarse. ¿Te gustaría? – le susurre al oído, consiguiendo que le envolviera un escalofrío.

Pensativo, me abrazó diciendo:

  • Tienes razón, no había pensado en eso. Lo siento, cortaré esta amistad. Tú me importas más, no quiero que desaparezca esa magia que hay entre nosotros. Te quiero, de verdad, te quiero mucho – dijo realmente emocionado, besándome suave pero intensamente en la boca.

Dejo de ir al restaurante de Katia, la borró del móvil y nuestra vida volvió a la normalidad, o eso creía hasta ahora.

Unos fuertes suspiros que vienen de la habitación me hacen volver a la realidad. Me levantó de sopetón, como si se hubiera accionado un muelle en la silla que me impulsa hacia arriba.

De puntillas y muy despacio me acerco, ahora los jadeos y suspiros se escuchan con más intensidad.

La puerta está entreabierta, me siento en el suelo y observo, con el corazón desbocado, las sombras de la pareja que juegan a la luz de la luna.

Me fijo en la chica, muy delgada, pero con unas bonitas curvas. El culo prominente y los pechos abundantes muy bien puestos. Su pelo largo, liso, negro, se mueve al compás de sus suaves zarandeos.

Él recorre, lentamente, con la yema de los dedos, cada parte de ese grácil torso y, cuando llega, a su sexo, empieza a gimotear enloquecida.

Él se sienta, apoyado en la cabecera de la cama, la agarra por las caderas y la sienta encima de su miembro duro y empiezan un baile rítmico al compás de más suspiros y jadeos.

Y ya no puedo soportarlos más, necesito desahogarme, así que me meto en el baño, me lavo la cara, mientras un peso en el pecho no me deja ni respirar.

¿Qué puedo hacer? ¿Marcharme de casa, sigilosamente, tal y como he entrado? Por supuesto que no, entraré en la habitación, que sepan que lo sé todo, a ver que me cuentan, al fin y al cabo, esta también es mi casa.

Tengo la garganta seca, así que bebo agua, me miro al espejo, respiro hondo y voy hacia la habitación.

Acabo de abrir la puerta de golpe al tiempo que enciendo la luz y allí están ellos, desnudos, a medio follar, mirándome atónitos.

Y yo, asombrada y avergonzada, sin saber que decir mirando a mi vecino brasileño Joao y su amiguita, también brasileña, parece ser que me he equivocado de piso. Realmente me gustaría desaparecer.

FIN

 

Lois Sans

 

 

 

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