Paolo

Llevo más de dos horas en una tediosa y aburrida reunión con los ejecutivos de mi empresa, así que me encuentro en un estado soporífero, a punto de entrar en el reino de Morfeo.

Una leve vibración del móvil me hace reaccionar y, como una niña pequeña, lo miro a escondidas, deseando que alguna noticia peculiar me haga salir de ese amodorramiento en el que me he instalado.

Mi corazón da un vuelco cuando veo que es un mensaje de Paolo, ese personaje enigmático, que apenas conozco, pero que toca siempre mis partes más profundas y delicadas y, que aparece, esporádicamente, en el momento que menos me lo espero y cuando más lo necesito.

Intento simular interés por una operación que no me afecta en absoluto, manteniendo mi mirada fija en la figura severa del Director General, mientras mi mente vaga ansiosa buscando en el baúl de los recuerdos, ese día, especial, en el que conocí a Paolo.

Llorando desconsoladamente me montaba en el AVE de primera hora, con destino a Toulouse, para asistir al entierro de mi amiga Candy, que se había caído desde un rascacielos mientras practicaba parkour. La llamada de su compañero me dejo fuera de juego, porque hacía casi un año que no nos veíamos y desconocía completamente su pasión por las alturas.

Con las prisas, me había puesto un vestido negro demasiado ajustado, con un escote inapropiado y, tal vez, exageradamente diminuto.  Además, sólo había tenido tiempo de preparar una bolsa de mano con una muda de ropa interior y un neceser con lo más imprescindible.

Aliviada al ver el vagón vacío, me senté en el cómodo sillón de primera clase, al lado de la ventana, con mi caja de pañuelos de papel, preparada para rememorar las incontables aventuras, de todo tipo, que habíamos pasado juntas y, regocijándome, de lo mucho que la iba a echar de menos, aunque, últimamente, no nos viéramos tanto como hubiésemos deseado.

Y así seguí, llorando, sola y dormitando en mi asiento, hasta que el revisor se paró delante de mí y me reclamó el billete.

Mientras se lo entregaba observé sus enormes y bonitos ojos color miel que me miraban con descaro y una sonrisa burlona que asomaba en su bonita boca. Entonces, acercándose a mi oído, dejando su varonil aroma en mi pelo, me susurró:

  • Signorina, usted está muy mal, déjeme que me ocupe de solucionarlo.
  • ¿Perdón? – respondí, entre sollozos, mirándole a los ojos.
  • Es imperdonable que una signorina tan hermosa esté tan triste – continuo el guapo revisor, cogiéndome la mano y besándola suavemente.

Una corriente misteriosa recorrió mi cuerpo haciéndome estremecer, mientras, sin poder evitarlo, le esbozaba una débil sonrisa. Y entonces, sentándose a mi lado continuó murmurando:

  • Déjeme que me presente, signorina. Mi nombre es Paolo, soy italiano, de Florencia y, eventualmente soy revisor. ¿Y usted, signorina?
  • Mi nombre es Mariona, vivo en Barcelona y voy a Toulouse, al entierro de una de mis mejores amigas – respondí, secándome los ojos.
  • Lo siento mucho, signorina Mariona, siempre es triste perder una amiga. Déjeme que la ayude a superar estos momentos tan difíciles – contestó mientras me entregaba una tarjeta con su nombre y número de móvil y, fijando su descarada mirada en mi escote, donde asomaban mis enormes y apretados senos.
  • Gracias señor Paolo – respondí buscando una tarjeta en el interior del gran bolso Louis Vuitton.

Mientras se guardaba una de mis tarjetas en color sepia, con la otra mano acariciaba suavemente la mía, mirándome fijamente a los ojos, consiguiendo que mi corazón se acelerara mientras se me ponía la piel de gallina.

No sé cuánto rato estuvimos así, con su mano acariciando la mía, haciendo que me sintiera especial e incomoda a la vez, hasta que, sin dejar de sonreír, afirmó:

  • Insisto, signorina Mariona, usted está muy mal y está en mi mano solucionarlo. Así pues, si le parece bien me ocuparé de ayudarla a que se sienta mejor.

No supe que decir y, parece que debe ser cierto que, quien calla otorga, porque Paolo saco de su bolsillo unas pequeñas tijeras y susurrando suavemente dijo:

  • Usted tiene un bloqueo emocional y estas tijeras pueden ayudarla, en primer lugar, a respirar mejor, pero también a liberar la pena que tiene encallada aquí.

Entretanto, me ponía la mano, suavemente, en el pecho, mientras mis pezones endurecían y el corazón se aceleraba.

  • Verá signorina, voy a librar esos pechos tan oprimidos y ya observará como, automáticamente, se siente mucho mejor – continuó diciendo al tiempo que sacaba mis pechos del interior del estrecho vestido al tiempo que cortaba la parte delantera del sujetador de encaje, liberando, como muy bien había dicho, mis pechos prisioneros.

Antes de que pudiera reaccionar, se abalanzo sobre ellos y empezó a lamerlos delicadamente, haciendo que me olvidara, por completo, de Candy, de mi tristeza y de cualquier otro problema.

Al cabo de unos minutos, me miró fijamente a los ojos preguntando:

  • ¿No le parece que ahora se encuentra mucho mejor, signorina Mariona?

Sin poder pronunciar palabra asentí con la cabeza, mientras él siguió preguntando:

  • ¿Supongo que no le importará que acabe de rescatar el resto de su hermoso cuerpo de este vestido tan opresivo?

Y yo, entretanto deseaba que siguiera haciéndome lo que quisiera, asentía de nuevo, sin poder formular ni media palabra.

Me levantó el vestido hasta la cintura y, con sus pequeñas tijeras, cortó el diminuto tanga de encaje, dejando al descubierto mi pubis depilado y suave.

Y a continuación pasó su sedosa y experta lengua por mi sexo, haciéndome vibrar, deseando más, mucho más…

No tardé nada en alcanzar el éxtasis, sin embargo, cuando creía que haber llegado a la cumbre del placer, se bajó los pantalones, el bóxer y, pidiéndome permiso con la mirada, se adentró en mi vagina, moviéndose rítmicamente, hasta que los dos conseguimos llegar al clímax.

Unos minutos más tarde, anunciaron por los altavoces la próxima parada, Figueres, así pues,  nos apresuramos a vestirnos y adecentarnos en lo posible, bueno yo, sin ropa interior.

En el vagón entró una pareja, que se sentó justo en los asientos de detrás, entonces él me abrazó, me besó dulcemente en los labios y nos acurrucamos en nuestros asientos.

Relajada de todas las tensiones no tardé en quedarme dormida, soñando con Paolo y su presteza sexual. Cuando desperté, una rosa roja ocupaba el asiento donde antes estaba Paolo y por el altavoz anunciaban que la próxima parada era Toulouse.

Fui al baño, me puse la ropa interior que había llevado de recambio, me arreglé el maquillaje, dispuesta a afrontar el entierro de Candy.

Después de despedirme de mi amiga, de llorar con su compañero, sus familiares y amigos, volví a subir al AVE con destino a Barcelona.

Con impaciencia esperé al revisor, pero esta vez resultó ser una mujer de mediana edad, muy simpática, pero nada que ver con el guapo y bien plantado Paolo.

Decepcionada al no encontrarle, llamé varias veces al número de la tarjeta, pero siempre respondía una voz que me anunciaba que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

Un par de meses más tarde, cuando menos me lo esperaba, recibí un mensaje de Paolo preguntándome si me apetecía que nos encontráramos. ¡Por supuesto que me apetecía! Lo estaba deseando…

Me citó en la cafetería del zoo a las dos de la tarde y, sinceramente, no me entusiasmaba demasiado ir a ver animales cuando mi cabeza todavía vagaba por los asientos de un tren de alta velocidad.

Sin embargo, me preparé, por si acaso, y me vestí con una falda larga vaporosa semitransparente y una camiseta roja muy escotada, sin ropa interior.

Al llegar a la cafetería del zoo, me senté en una de las mesas y observé a mi alrededor, buscándole, analizando las diferentes personas que pasaban por allí.

Noté un ligero temblor en las piernas cuando advertí que un trabajador de mantenimiento del parque me miraba de reojo, hasta que, de repente, dejó el capazo y la escoba en el suelo, se acercó sonriendo, me tendió una mano, mientras me guiñaba un ojo.

Sorprendida, coloqué mi mano sobre la suya, reconociendo, automáticamente, a Paolo que, disfrazado de operario de mantenimiento pero, tan formal como siempre, me susurró:

  • Signorina, ¿le apetece acompañarme? Le puedo enseñar el Jardín de la biodiversidad, un remanso de paz en medio de la naturaleza.

Divertida por su comportamiento, siempre serio y picaresco a la vez, reconozco que me daba mucho morbo que fuera capaz de disimular tan bien que no nos habíamos visto nunca, aunque, en realidad, habíamos compartido momentos muy íntimos.

Asentí mientras me cogía de su brazo y, mostrándome el camino, me guio hasta el jardín que me había propuesto.

Realmente era un espacio con mucha vegetación en la que se podían ver dispuestos comederos y nidos para que los animales autóctonos de la zona puedan comer o descansar tranquilos.

Nos adentramos en el follaje y en medio de una arboleda de chopos, al lado de un estanque adornado con nenúfares, tenía preparada una manta de cuadros roja con un pequeño picnic a base de pinchos de tortilla, jamón, canapés y una botella de vino blanco con dos copas.

Sentados encima de la manta, comimos un poco y bebimos bastante, luego me acarició el pelo, la cara, me besó suavemente en la boca y sus manos fueron bajando hasta los pechos, me los sacó por encima de la camiseta y empezó a lamerlos ávida pero delicadamente, haciéndome enloquecer de pasión.

A continuación y, siguiendo siempre con su perfil educado, fijó su mirada en la mía, a la vez que me preguntaba:

  • Signorina ¿Qué les parece si levanto su falda para comprobar que la parte inferior de su cuerpo es igual de perfecto que la parte superior?
  • Claro, por favor – contesté rápidamente, intentando seguirle el juego.

Me levantó la falda y sonrió al ver que no llevaba ropa interior, sumergiéndose, a continuación, en mi sexo, lamiendo cada rincón de mi sexo, poniéndome a cien.

De repente, paró, me observó y, mientras se quitaba los pantalones y la ropa interior, me mostró su fantástico miembro bravamente endurecido y comentó:

  • Signorina ¿Le gustaría probar el sabor de mi verga?

Asentí y, sin atreverme a pronunciar palabra alguna, empecé a lamer su espectacular órgano.

Y seguimos jugando con nuestros cuerpos hasta que alcanzamos el clímax, quedando exhaustos, abrazados encima de la manta.

Cuando desperté, el sol se ponía detrás del estanque, Paolo había desaparecido y a mi lado encontré una rosa roja.

Me apresuré a vestirme, me dirigí al baño y luego intenté contactar con él por teléfono, pero, al igual que la otra vez, no lo conseguí.

Tuve que esperar otros dos meses hasta que contactó de nuevo conmigo, cuando estaba comiendo con unas amigas. Por WhatsApp me pidió que nos encontráramos al cabo de una hora en el Museo Marítimo.

Y allí estaba, vestido con un traje azul marino, equipado con una gruesa agenda y unas enormes gafas que resaltaban sus bonitos ojos castaños, ofreciéndome sus servicios como guía del Museo.

Me orientó por cada una de las salas, resaltando cada artículo expuesto, narrando las diferentes curiosidades mientras yo lo observaba anonadada y un poco incrédula de que tuviera esa gran capacidad de conocimientos de todo lo expuesto.

Una hora más tarde, después de haberme tragado su monologo sobre las cualidades de todos lo exhibido en el museo, se me acerco y, cogiéndome del brazo, me susurró al oído:

  • Signorina, ¿le gustaría que le mostrará algunas piezas que tenemos guardadas en el almacén y que, sin embargo, no le dejaran indiferente?

Asentí con la cabeza, absorbiendo ese aroma varonil que tanto trastocaba mi cerebro, observando su sonrisa maliciosa y esa mirada picarona que tanto me gustaba.

Apoyando su mano en mi hombro me condujo hasta una puerta en la que había un cartel que decía: “PROHIBIDO ENTRAR – SOLO PERSONAL AUTORIZADO”

Una vez dentro, me condujo a través de los pasillos con estanterías de Mecalux repletas de cajas, objetos indefinidos y otras cosas que no sabría describir hasta llegar a una habitación, minúscula, pero equipada con una ventana por la que entraba un débil rayo de sol.

En un rincón había un colchón, al lado una silla de madera despintada y una mesita metálica con una lamparita, un cenicero de cristal, un vaso vacío y una botella de ron medio llena.

No pude mirar nada más, porque se abalanzó sobre mí, besándome en la boca mientras me desabrochaba los botones del vestido y yo le quitaba la chaqueta.

Una vez desnudos, nos estiramos en el colchón y, como en cada encuentro, acariciamos nuestros cuerpos, nos besamos con pasión y follamos hasta conseguir que saltasen chispas, haciendo que me sintiera como si tocara el cielo.

Y de nuevo, abrazados, nos dormimos. Y de nuevo, desperté sola, desnuda, con una rosa roja al lado.

Rápidamente me vestí e intenté salir de allí, sigilosamente, sin que nadie me viera. Una vez fuera, intenté contactar con él por teléfono y, como siempre, estaba apagado o fuera de cobertura.

Me relajé, dejé que pasaran los días, segura de que, pasado un mes o dos, volvería a dar señales de vida.

Y así fue, un mes y medio más tarde, mientras hacia la compra en el supermercado, llegó el mensaje de Paolo, pidiéndome que nos encontráramos al cabo de una hora y media en el parque de atracciones.

Así que esta vez íbamos a jugar en el Tibidabo, solamente imaginando lo que podíamos llegar a hacer en la noria, en el avión o quién sabe dónde, se me pusieron los pelos de punta y los pezones endurecieron.

Cuando llegué a casa saqué toda la ropa del armario, no sabía que ponerme…Algo práctico, tal vez sexy, formal, nada me acababa de gustar. Al final me decidí por unos vaqueros y un top ajustado.

Tal y como él me había sugerido me subí al funicular, espiando las pocas personas que hicieron el trayecto conmigo, esperando cualquier sorpresa por su parte.

No sabía hacia dónde dirigirme, así que, sin pensarlo, me dirigí hacia la noria, pero, de repente, una mano me agarró del brazo y me encontré frente a un guardia de seguridad que, saludándome, me dijo:

  • Signorina ¿Puede acompañarme un momento, por favor?
  • De acuerdo señor guardia, pero dígame ¿a dónde debo acompañarle? – contesté siguiéndole el juego y aguantándome las enormes ganas de reír que me venían.
  • Verá signorina, es por su seguridad, la escoltaré a un lugar seguro, aquí mismo, al lado del Templo del Sagrado Corazón.

Y cogiéndome por el hombro me acompañó hasta el pie del Templo, luego fuimos hacia la parte de detrás y nos metimos por una puertezuela de hierro oxidado.

Travesamos un pequeño patio con una fuente de piedra en el centro, algunos árboles bastante altos y un banco de madera despintado. Al final había un pequeño edificio con una puerta de madera que rechinó cuando Paolo la abrió.

En el interior encontramos una habitación bastante grande, con una cama en el centro y un enorme espejo en el techo. Iluminada por centenares de pequeñas velas aromáticas y un sofá de cuero a un lado de la sala.

Con una enorme sonrisa cerró la puerta y al mirarle a los ojos volví a encontrar esa mirada picarona que tanto me gustaba.

Nos desnudamos el uno al otro, me fije que estaba pendiente del espejo donde se reflejaba nuestra actividad y le daba un morbo especial.

Esta vez, después de besarnos y acariciarnos, me hizo poner boca abajo, me ató de pies y manos a los barrotes de la cama. Luego me azotó suavemente, rozando con el látigo los labios de mi húmeda vulva.

A continuación untó mi ano con un lubricante y me hincó su verga hasta el fondo, provocándome diferentes emociones, empezando por un enigmático dolor y acabando por un placer inexplicable, completamente distinto de lo que yo esperaba.

Y de nuevo me dormí en sus brazos y, de nuevo, me desperté sin más compañía que una rosa roja.

Esta vez no intenté contactar con él, sabía que sería inútil y que, con el tiempo, volvería a ponerse en contacto conmigo, o, al menos, eso anhelaba.

Debo reconocer que han pasado tres meses desde nuestro último encuentro y, aunque tenía la esperanza de que apareciera también tenía el temor de que desapareciera de mi vida para siempre.

Por fin acaba la reunión y están todos entusiasmados hablando de ir a un bar de tapas a tomar unas cervezas o unos vinos, pero les doy una excusa, más o menos, creíble y me voy directa a casa, pues tengo una horita para prepararme para mi cita con Paolo, que promete tener mucho morbo, pues será en la Iglesia de Santa Anna, donde me imagino un encuentro sexual en un confesionario, la sacristía o alguna habitación secreta al lado del órgano, porque con Paolo nunca se sabe ni como empezará ni de que se disfrazará.

Llego diez minutos antes de la hora convenida, observo que, a la hora acordada, se celebrará una misa y ya me noto excitada con solo pensar que mientras el cura haga el sermón, nosotros podemos estar practicando sexo en cualquier rincón.

Me siento en un banco y observo detenidamente cada una de las diferentes personas que entran y se preparan para la ceremonia, escogiendo los asientos de las primeras filas.

Inquieta no paro de moverme y espiar los movimientos de cualquiera que entra en la iglesia y, contrariamente a lo que yo creía, observo a gente de todo tipo, no solamente personas mayores, también hay tres muchachas jóvenes, dos parejas de mediana edad, alguna que otra familia con niños pequeños, cuatro señoras mayores y siguen entrando personajes de todo tipo.

Dos mujeres de mi edad se han sentado a mi lado, escucho atónita su conversación cuando alaban al cura que oficiará la misa, elogiándole por su capacidad de innovación.

Finalmente, entran un grupo de cinco jóvenes, tres chicas y dos chicos, con guitarras. Se sientan en unas sillas que han dispuesto al lado del altar, supongo que amenizaran la celebración con sus cantos.

Por fin entra el cura, ataviado con una casulla color verde y la estola blanca, le analizo detenidamente hasta que nuestras miradas se encuentran y, decepcionada, descubro los ojos color miel de un Paolo que ahora mismo no sé si es revisor, operario de mantenimiento, guía de museo, guarda de seguridad o cura.

Me queda la duda si, después de todo, seguiremos con nuestras sesiones esporádicas de sexo misterioso. Espero que sí.

Fin

 

Lois Sans

 

 

 

 

 

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