La corbata azul

Sentada a los pies de la cama me siento abatida, humillada y rendida. Pongo la cabeza entre las manos y, aunque quiero llorar, no me quedan lágrimas para derramar. Siento una intensa rabia contra el Comisario, que acaba de informarme que, después de seis meses de investigación buscando el paradero de  Carlos, cierran el caso. Tengo ganas de pegarle, de decirle que él tiene la culpa de que mi marido haya desparecido cuando mi vida era perfecta, o, tal vez, eso era lo que a mí me parecía.

Cuando me ha dicho que descartaban la posibilidad de que haya sido raptado debido a que nadie ha pedido un rescate, me he rebelado, intentado hacerle entender que, tal vez, se lo hayan llevado a algún país donde necesiten un buen abogado. A menudo oímos en las noticias que han raptado periodistas o abogados en algunos de esos países lejanos. Aunque, reflexionando, esa idea también a mí me parece incoherente.

El coche estaba aparcado en el parking de la oficina, donde pasa la mayor parte del día, así que si ha sufrido algún accidente no ha sido en nuestro nuevo monovolumen, el cual ha sido inspeccionado a fondo por la policía, en busca de cualquier pista.

Durante estos últimos seis largos meses que, he llamado a todos los hospitales, clínicas y sanatorios, más o menos cercanos. Me he presentado a todas las morgues para reconocer cualquier cadáver sin identificar, pero nada, ni rastro de mi Carlos.

Aunque lo que me ha parecido de muy mal gusto es que se haya atrevido a decirme que debería sopesar la posibilidad de que esté en algún país paradisiaco con una mujer diez o quince años más joven que él.

Claro que he protestado, afirmando que no ha tocado ni un solo euro de nuestras cuentas, pero él ha tenido la desfachatez de replicarme que se han visto casos de personas que tenían cuentas escondidas y, encima, me dice que he tenido suerte de que no haya tocado nada, porque dice que conoce a algunas las han dejado sin blanca.

Si hubiese estado frente a mí, seguro que  le habría abofeteado, aunque sé que  él no conoce a Carlos, esa persona maravillosa que nunca nos haría una mala jugada ni a mí ni a nuestras hijas.

Por milésima vez, abro su armario, en un intento de identificar si falta alguna pieza de ropa que me de alguna pista. Sólo falta el traje con el que se marchó aquella mañana a trabajar, el azul, ese que le queda tan bien. La camisa blanca, la corbata azul con dibujitos de pajaritas en rojo, que le regalaron las niñas por Navidad. Los zapatos marrones, que compramos en nuestro último viaje a Milán. Y la cartera marrón con sus iniciales grabadas, que le obsequiaron sus padres por su cumpleaños.

Mientras miro toda su ropa detenidamente, me dejo envolver por su perfume, ese aroma tan personal que deja huella, que tanto me gusta y que me trae tan buenos recuerdos de cuando nos conocimos, hace casi treinta años.

Era el cumpleaños de mi amiga Margarita, una niña rica que vivía en una casa enorme de uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Sus padres le habían preparado una fiesta por todo lo alto para celebrar los dieciséis años.

Yo, en cambio, era la pequeña de cuatro hermanos, dos chicos y dos chicas. Mi padre trabajaba en una fábrica y mi madre formaba parte del equipo de limpieza de una clínica. Gracias a una beca podía estudiar en uno de los colegios de pago más prestigioso de la ciudad.

Cuando Margarita me invitó a la fiesta, mi madre empezó a poner pegas, que si no tienes que ponerte, seguro que no sabrás comportarte, no tienes ningún regalo caro con que obsequiarle. En fin, parecía que no le entusiasmaba la idea de que me codeara con la gente rica, sin embargo, yo creía que por algún motivo había aterrizado en esa escuela de alto nivel.

Claro que, al ser la pequeña, siempre heredaba la ropa de mis hermanas o primas, así es que, en realidad, no tenía nada que ponerme. Menos mal que mi madrina, hizo un pequeño esfuerzo y me regalo un vestido decente para la ocasión.

Mi hermana mayor, peluquera de vocación, se lució con un recogido digno de una princesa.

Y mi hermano, me llevó en un coche prestado en el garaje donde trabajaba como aprendiz de mecánico.

En fin, solo faltaba que el hada madrina me ordenara que volviera a casa antes de las doce, como Cenicienta.

La fiesta estaba preparada en el jardín de su casa, al lado de la piscina, decorado con velas aromáticas intercaladas en la larga mesa, ataviada con ricos manjares de todo tipo, deliciosos canapés, refrescos variados y un ponche sin alcohol que había elaborado la cocinera.

Margarita me presentó a su hermano David, cinco años mayor que nosotras y que iba acompañado de su mejor amigo Carlos, un chico alto, rubio, con unos impresionantes ojos verdes y una sonrisa espectacular.

Aunque me parecía un poco mayor para mí, nos enamoramos nada más vernos, él me saludo dándome la mano y nos quedamos un rato enganchados sin poder dejar de sonerir. Su electrizante mirada verde me hipnotizó por completo.

No se separó de mí en toda la noche y me acompaño a casa en su estupenda moto nueva, besándome en la mano, con mucho respeto, al despedirnos.

Y a partir de entonces cada día vino a buscarme a la salida del colegio, montado en esa fantástica moto, que era la envidia de mis amigas. Mi cabello volaba al viento y yo me sentía libre y feliz, abrazada a su cuerpo esbelto pero fuerte.

Aunque han pasado muchos años desde la primera noche que pasamos juntos, todavía me excito cuando la recuerdo. Sus padres estaban de viaje, sus cuatro hermanas habían ido con los abuelos y tíos y él, con la excusa de que tenía que estudiar se quedaba solo en casa. A mi madre le dije que iba a dormir a casa de Margarita porque teníamos que hacer un trabajo juntas.

Primero me enseño su impresionante casa, explicándome cada rincón como si de un cuento se tratara. Empezamos por la cocina, las habitaciones de sus hermanas, la de sus padres y la de la criada. Luego fuimos al piso de arriba, donde había un gran salón y una enorme terraza con piscina climatizada.

Y, por fin, llegamos delante de la puerta de su habitación y me explico que él era el único que tenía el privilegio de dormir solo, primero porque era el mayor, pero tambienén porque estaba obligado a estudiar derecho como su padre y su abuelo, eso le daría derecho a heredar el bufete de abogados.

Todo eso sin opción a opinar, no podia ni siquiera dudar que fuera lo que de verdad le gustaba, simplemente era lo que le tocaba hacer y no era discutible.

Me cogió en brazos y entramos en su santuario, una habitación que era más grande que el comedor de mi casa, con una gran cama en el centro, una mesa debajo de la ventana, un armario empotrado y una puerta a un baño privado con una original bañera redonda.

Me depositó suavemente encima de la cama, besándome suavemente y quitándome lentamente cada pieza de ropa. Cuando estuve desnuda, se alejó sin dejar de mirarme mientras se quitaba la ropa.

Era la primera vez que alguien me veía desnuda desde que era adolescente, en casa éramos todos muy pudorosos y, aunque compartía habitación con mis hermana, nunca nos exhibiamos desnudas, así pues, para mí era una experiencia nueva y, aunque me sentía avergonzada, también estaba completamente excitada.

No se describir como me sentí cuando nos abrazamos, al notar su piel caliente con la mía, su miembro en mis partes más íntimas. Sin embargo fue demasiado para él, que se corrió sin poder hacer nada.

Yo nunca había visto a un chico o un hombre eyacular y me quedé atónita sin poder dejar de mirar.

Avergonzado se disculpó, luego me besó en la cara, los labios, el cuello, me lamió los pechos y siguió bajando hasta llegar a mi sexo, donde se recreó en todos los rincones, en pliegues que ni siquiera yo sabía que existían, hasta tuve el primer orgasmo de mi vida.

Nos dormimos desnudos y abrazados hasta que la pasión nos despertó y nos encontramos enzarzados, de nuevo, entre besos y abrazos. Y así varias veces durante la noche.

No tuvimos muchas más ocasiones para relaciones sexuales, ya que era muy difícil que su casa o la mía quedaran vacías. Eso sí, como todos los adolescentes de esa época, de vez en cuando, teníamos encuentros furtivos en el coche de su padre y, más adelante, en el suyo.

Y así fueron pasando los años hasta que él termino sus estudios de Derecho y empezó a trabajar con su padre. Estoy segura que estaba encantado con su trabajo, creo que nunca sabré si era lo que queria hacer, sin embargo siempre le ha apasionado su profesión y se ha entregado a fondo para defender a cualquier persona que lo necesitara.

Unos años más tarde acabe mis estudios de magisterio, eso si gracias a las becas que conseguí estudiando y esforzandome muchísimo. Mis padres, mis abuelos y mis hermanos estaban muy orgullosos de mí.

El día de mi graduación, se arrodilló delante de toda la familia y, poniéndome un precioso anillo de brillantes, me pidió que me casara con él.

Así pues, tuve que posponer las oposiciones como maestra de primaria para organizar, junto con su madre y sus hermanas, la boda.

Una boda de la que se hablaría hasta en alguna revista del corazón, tratándose del primogénito de un prestigioso abogado de la ciudad.

Debido a que los padres de Carlos pagaron toda la fiesta, incluso los vestidos de mis padres y mis hermanas, no pude opinar demasiado sobre el cariz que tomaba la organización del evento. Por un lado, me sentía agradecida de tener la oportunidad de que fuese una boda de película, sin embargo, en el fondo de mi corazón, deseaba una boda intima, organizada por mí, a mi manera y mucho más sencilla.

Mi vestido era realmente espectacular, me sentía como una princesa Disney, sin embargo, en el fondo tenía esa horrible impresión de que no era libre, que todo estaba meticulosamente organizado.

Nos casamos en la Iglesia de San Pedro, engalanada con preciosas flores blancas y amarillas, decorada con todo tipo de detalles. Después fuimos a un restaurante de lujo. Todo salió a la perfección, los setecientos cincuenta invitados iban muy bien vestidos, el sol lució todo el día y, por la tarde, la puesta de sol fue maravillosa.

Nos fuimos quince días a París, esa ciudad tan romántica y acogedora, donde nos sentimos como en casa.

Los largos paseos en barco por el Sena, las espectaculares cenas en restaurantes de lujo, espectáculos picantes en el Moulin Rouge y la espléndida suite nupcial del hotel ayudaron a que volviera a casa embarazada.

Los dos estábamos muy ilusionados, sin embargo, durante el quinto mes de embarazo, en una ecografía, el médico nos dio la mala noticia de que al niño no le latía el corazón.

Tuvieron que provocarme un parto, para que saliera el cuerpo sin vida de nuestro hijo y esto me dejó sumida en una intensa depresión.

Carlos pasaba muchas horas en la oficina y, aunque intenté entretenerme preparandome unas oposiciones para maestra, no estaba en condiciones de ponerme a estudiar.

Menos mal que mi madre se trasladó a mi casa y estuvo a mi lado, cuidandome y dándome ánimos para superar la situación.

Un nuevo viaje, esta vez a Florencia, nos ayudó a recuperar nuestra intimidad y, gracias a los románticos paseos por el Ponte Vecchio, bailes en las mejores salas de fiestas y las noches inolvidables en la maravillosa suite de lujo de uno de los mejores hoteles de la ciudad ayudaron a que, nuevamente, volviera a casa embarazada.

Y esta vez todo salió bien, nació Carlota y pude disfrutar de cada momento del embarazo, del parto, de los primeros meses amamantándola, enseñándole a hablar, a andar y gozando de esa intimidad madre-hija.

Dos años después, fuimos de vacaciones a Menorca y saboreando las puestas de sol, los mohitos nocturnos y los románticos paseos a caballo por la playa,  volví a quedar embarazada. Parecía que necesitábamos desconectar para que nuestra familia fuera aumentando.

Aunque cada año hemos ido de vacaciones a un lugar fantástico distinto, incluso hemos vuelto a París, nunca más me he vuelto a quedar embarazada. Carlos siempre dice que Dios no ha querido y por algo será.

Si bien vivimos en un fantástico dúplex, regalo de boda de mis suegros, pese a que está decorado a mi gusto, siempre me queda la espinita de que se lo debemos a ellos.

Tal vez este sería un buen momento para vender este dúplex y buscar un pisito más pequeño, aunque sea en esta zona. Sobre todo, ahora que veo que Carlos se está haciendo mayor. Sin ir más lejos, unos días antes de desaparecer, resbaló por la escalera y se dio un batacazo que le hizo perder el conocimiento. Nos dio un buen susto, menos mal que volvió en sí, aunque desde entonces, debo reconocer, que estaba un poco despistado.

Llaman a la puerta, es mamá, ella ha estado aquí desde el primer momento, no me ha dejado para nada, ha aguantado mis lloros, mis gritos, mis idas y venidas, ha cuidado de las niñas y se ha preocupado de que estuviéramos todas más o menos alimentadas.

Nos abrazamos, no hace falta decir nada, su calor lo dice todo, no sé qué haría sin ella.

  • Sé que han cerrado el caso, tal vez tú deberías hacer lo mismo – me dice despacito al oído.

Me separo de ella y la miro con una mezcla de incomprensión y extrañeza, ella sigue hablando en voz baja:

  • No te pido que lo olvides, pero tal vez esto ha pasado por algún motivo. Tal vez sería hora de que te prepararas para ser maestra, tu pasión olvidada. Tus hijas son mayores y ahora ha llegado el momento de que te ocupes de tu vida. Sé un poco egoísta.

Me quedo pensativa, tal vez tiene razón, he de intentar rehacer mi vida.

  • Vale mamá, puede que tengas razón – digo intentando esbozar una sonrisa.
  • Fantástico, esa es mi chica. Tal vez podríamos ir con las niñas a cenar a algún restaurante, como una reunión de chicas, ¿qué te parece? – pregunta un poco intimidada.
  • Claro, me ducharé y bajo enseguida. Luego iremos al cajero, tengo que sacar dinero – explico un poco más tranquila.

Mientras me ducho, pienso que mi madre tiene razón, tal vez es el momento de empezar a cuidar de mí, de hacer realidad algunos de los sueños que dejé aparcados cuando me casé.

Cuando me ven mis niñas, se abrazan a mí y me llenan de besos, me siento querida. Las miro y veo que se han hecho mayores, son dos señoritas, Carlota ha terminado el bachillerato y quiere estudiar Derecho, como su padre. María está pensando en ser maestra.

Salimos las cuatro a la calle, primero vamos al Cajero que tenemos al lado de casa. Ellas se quedan fuera.

Vaya por Dios, hay otro indigente, estirado en el suelo, encima de unos cartones, huele bastante mal, me da pena.

No quiero mirar, sin embargo, veo una cartera vieja, que me es familiar. Me acerco y veo que tiene las iniciales de Carlos, el corazón me da un vuelco, tal vez se la ha robado.

La miro detenidamente y veo que, definitivamente, es su cartera, aunque muy estropeada.

Me fijo en el hombre, de su bolsillo sale una corbata, la corbata azul con pajaritas rojas, la que le regalaron las niñas.

Mi corazón late a mil por hora, le toco el hombro, quiero preguntarle de donde ha sacado la cartera y la corbata.

Se gira, su cara sucia, bastante calvo, algunas arrugas profundas en la frente y le faltan dos dientes, pero me quedo completamente hipnotizada con su electrizante mirada verde.

FIN

Lois Sans

17/08/2017

 

 

 

 

 

 

2 comentarios sobre “La corbata azul

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