¿Y ahora qué? – me pregunto sentada en el suelo de la cocina.
Debido a que durante toda mi vida he recibido órdenes para todo lo que debo hacer, no sé tomar decisiones. Ahora me doy cuenta de que nunca he tomado ninguna decisión importante, bueno esta es la primera vez.
Tal vez es porque soy la pequeña de cinco hermanos, todos chicos y mucho más mayores que yo. Por lo visto mi madre no esperaba quedarse embarazada, incluso, cuando tuvo un par de faltas, pensó que era el principio de la menopausia y se quedó atónita cuando el médico le explicó que sería madre por quinta vez después de diez años.
Cuando nací y durante mi infancia mi madre me protegía ante los ataques sexistas de mi padre y mis hermanos, educándome para servirles y así evitar que no se enfadaran, ordenándome que hiciera todo aquello que ellos querían.
Mi padre tenía un taller mecánico donde todos los chicos de la familia se habían ido incorporando a medida que llegaban a la edad conveniente, así pues, llegó un momento en que todos mis hermanos trabajaban con papá.
Cuando llegaban a casa, mi madre y yo, teníamos la obligación de mantener el hogar acogedor, limpio, ordenado, al tiempo que todos pretendían ser servidos en todo aquello que se les antojara que podían necesitar.
Y aunque yo iba a un buen colegio privado, regentado por monjas y, mi deber era sacar excelentes notas e intentar ser la mejor de la clase, tenía una serie de tareas en casa para que estuviera todo perfecto cuando llegaban los hombres, los cuales siempre me recordaban que gracias a su duro trabajo yo podía estudiar en una escuela de calidad.
A los trece años una bronquitis me dejo postrada en cama durante un mes y, cuando intenté volver a la normalidad me encontré con que mi cuerpo había cambiado completamente.
Encontrarme con mis piernas demasiado largas, una abundante cabellera rizada y esos enormes pechos redondos no me ayudo a aceptar el fin de la infancia para entrar en una adolescencia complicada que, mis hermanos no ayudaban a conciliar con sus continuas burlas, las cuales solamente conseguían que me acomplejara más
Volver al colegio fue mucho más duro de lo que pensaba, a parte de mi amiga Candela, no tenía nadie más. Éramos amigas desde muy pequeñas, porque nuestras madres ya eran amigas. Las dos éramos igual de tímidas, vergonzosas y también muy inteligentes, sacábamos siempre las mejores notas de la clase.
Pero ahora nuestras diferencias físicas eran muy marcadas, ya que mientras yo me había estirado, era alta pero delgada, ella era bajita y regordeta, lo cual creaba siempre situaciones de mofa entre las chicas ricas y populares, que antes ya nos amargaban la vida, aprovechando para hacernos todo tipo de bromas, algunas de las cuales eran muy desagradables.
En el Instituto las cosas no mejoraron, siempre fuimos las chicas raras y listas, frikis nos llamaban. Aunque tal vez eso fue lo que nos ayudó a esforzarnos más, consiguiendo las dos una beca para estudiar en la Universidad.
Nos decidimos por un grado de química, donde la mayoría eran chicos, aunque conseguimos juntarnos seis chicas listas y trabajadoras, cada una con sus cualidades y nos ayudábamos a superar nuestros complejos y sintiéndonos como súper héroes con poderes.
Conocí a Alfredo cuando cursaba el último año en la Universidad, en una reunión del Ayuntamiento, donde nos encontramos los responsables de diferentes grupos culturales y deportivos de la ciudad para organizar las fiestas de carnaval.
Yo acompañaba al presidente de un grupo de arte y cultura al que hacía un par de años me había unido. A petición mía nos sentamos en la última fila, puesto que era donde me sentía más segura, en medio de tanta gente desconocida, aparte de poder observar los movimientos de cada uno de ellos.
Alfredo era de la junta directiva de un grupo de teatro y tenía por costumbre llegar tarde a todas partes, así pues, ya que solo quedaba un asiento libre, cuando llegó, no tuvo más remedio que sentarse a mi lado.
El suave aroma de su colonia me obligó a espiarle por el rabillo del ojo, observando una sonrisa blanca que destacaba entre los pelos rizados de la barba y el poblado bigote. Me fijé en la mirada alegre y brillante de sus ojos oscuros y redondos. El pelo castaño, bastante largo, con alegres rizos en el cogote.
De vez en cuando soltaba un comentario ocurrente y yo no podía parar de reír. Así pues, a medida que avanzaba la reunión, se creó un aire de complicidad entre él y yo, consiguiendo un nivel de confianza que ni yo misma comprendía.
Luego llegó el momento de las votaciones, él puso su mano sobre la mía y el pelo de la nuca se me erizó, intuyendo que, a partir de ese momento, quedaba a su voluntad, no sabía cómo ni de qué manera había caído en el embrujo de un amor a primera vista.
Cuando acabó la reunión, mirándome a los ojos me preguntó:
- ¿Quién eres? ¿Qué hace una princesa en esta reunión?
- Soy Marina – respondí sin poder evitar una sonrisa mientras intentaba disimular mi nerviosismo.
- Yo soy Alfredo, encantado de haberte conocido – me dijo mientras me besaba en las mejillas y mi corazón saltaba desbocado.
Sin embargo, tuve la mala suerte de que, cuando lo vieron algunos de sus amigos, se lo llevaron dejándome aturdida y sin saber como reaccionar, deseando parar el tiempo en el momento que me tocó suavemente con su mano o cuando me saludó besándome en la mejilla, dejándome su fresco aroma en mi piel.
Para mí el Carnaval siempre ha sido mi fiesta favorita, me encanta disfrazarme sin que nadie me conozca, es el único día del año que me atrevo a cualquier cosa, incluso bailar, porque sé que nadie me reconocerá, ni siquiera mi familia.
Cada sociedad había decidido un tema diferente, por ejemplo, nosotros, que no éramos muchos, resolvimos disfrazarnos del cuento de Caperucita Roja y, aunque a mí me hacía ilusión ser el lobo, por mayoría decidieron que me quedaba muy bien el disfraz de Caperucita.
Cuando llegó el día del desfile, me vestí con una falda roja y blusa blanca. Mi tía Encarna me cosió una capa con capucha roja y me compró una pequeña cesta de mimbre. Y mi cuñada Rosa me regaló una preciosa máscara de plumas blancas que me cubría toda la cara y me daba un toque místico, incluso sexy.
El grupo de Teatro iban todos disfrazados de bailarinas y Alfredo estaba impresionante con un tutú de color rosa, medias blancas y una corona de flores en la cabeza, que remarcaba su bonito pelo rizado.
Estaba tan tranquila imaginándome que nadie me reconocería cuando, de repente, se me acercó Alfredo y me susurró al oído
- ¿Qué te parece si a la hora de cenar nos sentamos juntos?
- Vale – le dije sorprendida y con voz trémula, notando como si miles de alas de mariposa revolotearan en mi estómago.
- No me falles, Caperucita – siguió susurrando mientras me guiñaba un ojo.
- Por supuesto que no, bailarina – contesté sin poder dejar de sonreír.
El desfile fue insuperable, cada comparsa llevaba su carroza con su música, nosotros llevábamos la casa de la abuela y aunque solamente había una Caperucita Roja, teníamos varios lobos, muchos leñadores, alguna abuela y un par de madres.
En el polideportivo estaban preparadas las mesas para la cena de todos los que habíamos participado en el desfile. Cuando vi que cada grupo tenía un cartel en las mesas que le habían adjudicado, me sentí decepcionada, pensando que no podría sentarme al lado de Alfredo, como habíamos planeado, sin embargo, él lo tenía todo previsto, consiguió que uno de sus amigos se sentará junto a mi amiga Candela y yo ocupé su lugar.
Al principio me sentí avergonzada, ya que no conocía a nadie, pero Alfredo consiguió que me olvidara del resto del mundo, hablando sin parar conmigo, haciéndome reír toda la noche, consiguiendo que me sintiera especial.
Después de la cena, un conjunto musical empezó a tocar y Alfredo me pidió que bailáramos, creo que nunca había bailado tanto como esa noche. Cuando acabó la fiesta, se empeñó en acompañarme a casa, así que me despedí de Candela, mientras Alfredo me cogía de la mano y tiraba de mí suavemente, obligándome a correr calle abajo mientras una fina lluvia iba calando en nuestros cuerpos y también en nuestros corazones.
Paseamos bajo la lluvia, que cada vez era más potente y a alguna hora de la madrugada llegamos delante del portal de mi casa, nos metimos dentro y mientras acariciaba mi cara húmeda y ruborizada, me besaba tierna y apasionadamente en la boca, sellando así nuestro compromiso de amor.
Acabé mis estudios con Matrícula de Honor y me ofrecieron un puesto de trabajo en la misma Universidad, formando parte del equipo de investigación, en un horario de siete a tres, disponiendo de todas las tardes libres.
Alfredo trabajaba como Jefe Administrativo en una importante empresa multinacional, y tenía bastante flexibilidad en los horarios, así pues, se acostumbró a venir a buscarme a la salida y cada día me llevaba a comer a un restaurante distinto.
Luego dábamos un paseo y, normalmente acabábamos en su casa, donde hacíamos el amor apasionadamente, al compás de un himno militar. Debido a que, anteriormente, no había tenido sexo con nadie, creí que todo lo que hacíamos era lo que hacían todas las parejas. En aquel momento, no me pareció extraño que para excitarse tuviera que escuchar marchas militares, de las que disponía de un amplio repertorio.
Vivía en un enorme ático en uno de los pocos rascacielos de la ciudad y la primera vez fui a su casa me asombró lo ordenado y limpio que estaba todo, de alguna manera, sentí que estaba en casa.
La vivienda era como un pequeño palacio, tal vez demasiado grande para una persona sola. En el recibidor tenía un par de sillones y un armario para que los invitados guardaran sus pertenencias.
En el centro del salón había una chimenea redonda muy original que le daba calidez en invierno, alrededor había dispuesto un par de sofás de cuero rojo y unos sillones, también de cuero, negros.
La cocina era enorme, con una barra americana y una mesa de cristal con cuatro sillas metálicas. El cuarto de baño disponía de una ducha de hidromasaje y una ventana con vistas a la terraza.
En la terraza había una pérgola con una mesa de madera y seis sillas a juego, un sofá con grandes cojines estampados en color verde que le daba un toque tropical y un par de tumbonas para poder tomar el sol. Grandes macetas y jardineras con flores y árboles decoraban por completo la azotea.
Las tres formidables habitaciones las tenía decoradas por temas. Así pues, en una de ellas tenía una fantástica biblioteca, con un equipo de música y dos sillones para poder leer. En otra tenía una sala de juegos, con un billar, un futbolín, un enorme televisor, un par de consolas de videojuegos, una fantástica alfombra con variedad de cojines para jugar desde el suelo y una mesa con cuatro sillas para juegos de mesa. Y la última era su habitación, con una enorme cama redonda, un equipo de música preparado con las marchas militares que más le ponían, acceso a un cuarto de baño privado y un bastidor con centenares de pantalones, camisas, chaquetas y ropa deportiva.
Desde el primer día me puntualizó las normas de su casa tanto respecto al orden de cada cosa como en la limpieza, sobre todo del baño y la cocina, sin embargo, estaba tan enamorada que no me daba cuenta de que estaba cayendo lentamente en una trampa.
Después de un tiempo prudencial fuimos a comer a casa de sus padres, unos ancianos encantadores que vivían en una granja junto a su hermano y su cuñada. Pasamos el fin de semana con ellos, en plena naturaleza, con las vacas, gallinas y conejos. Nos fuimos a casa con una caja repleta de verduras recién recogidas del huerto.
Por fin, un domingo, mi padre dio su consentimiento para que lo llevara a comer a casa. Los domingos y festivos nos reuníamos todos los hermanos con sus mujeres y los niños, en total veinticinco. A parte de mí, el único que no se había casado era Pedro que, desde hacia un par de años, era sacerdote. Alfredo se integró en la familia con mucha facilidad, su don para el habla y su cargo en una gran empresa hizo que todos le escucharan embobados y le pidieran consejo para cualquier tema. Así que, a partir de ese día, se convirtió en costumbre que, después de asistir a la Iglesia, escuchando la misa de Pedro, todos nos reuniéramos a comer en casa.
Y mientras los niños corrían en el patio, jugando al escondite, los hombres hablaban animadamente de fútbol, política o economía y las mujeres nos apresurábamos para tener la comida a punto.
En uno de esos días de reunión familiar, después de los postres, Alfredo se arrodilló delante de mí y, ante todos me pidió que me casara con él. Cuando contesté que SI, todos aplaudieron y luego brindamos con cava.
Aunque a mí me hubiese gustado una boda íntima, Alfredo dijo que quería gastar una parte de sus ahorros en ese día tan especial, buscó un hotel de cinco estrellas con playa privada, donde se organizó una boda con más de quinientos invitados, la mayoría de los cuales ni siquiera conocía.
Como siempre me dejé llevar por las decisiones de todos, sobre todo mi futuro marido y me encontré que mi madre escogió mi vestido, mi padre y mis hermanos decidieron el menú, mis cuñadas la decoración, y Alfredo la tarta y el viaje.
Yo solamente pedí a mis mejores amigas que fuesen las damas de honor y ellas escogieron sus vestidos, largos, de color rosa.
No sé como me convenció de que mi llegada al altar fuese montada en un caballo blanco, cabalgando por la orilla del mar. Estuve un mes en una escuela de equitación, pero, reconozco que, llegué a amar a Estrella, una yegua muy cariñosa y paciente con mi torpeza.
Montar a Estrella con el vestido largo blanco, la cola y el velo fue realmente complicado, aunque mi aparición por la playa encima de una hermosa yegua blanca, mientras el atardecer teñía el cielo de rosa, azul y naranja sorprendió a todos los invitados.
Desmontar de la yegua sin perder la compostura fue una tarea complicada, que conseguí gracias a la ayuda de Facundo, su dueño y mi padre, que me esperaba impaciente para acompañarme hasta el altar, donde Alfredo aguardaba sonriente a que llegara caminado sutilmente por la larga alfombra roja.
Primero pasaron las damas de honor, después mis sobrinas con los anillos y luego me toco el turno de caminar lentamente cogida del brazo de mi padre al son de un himno nupcial, mientras yo, avergonzada, intentaba no mirar las quinientas personas allí reunidas haciendo fotos y videos, en ese momento desee volver a ir disfrazada de Caperucita Roja con la hermosa máscara de plumas blancas.
Mi hermano Pedro nos obsequió con una hermosa y emotiva ceremonia y nos dio su bendición, luego Candela cantó una conmovedora canción de amor y mi madre nos sorprendió con una poesía escrita por ella.
Luego, los fotógrafos nos hicieron miles de fotos en la playa, aprovechando los últimos momentos del maravilloso atardecer. A continuación, nos sirvieron una fastuosa cena, cortamos una magnifica tarta, luego bailamos hasta el amanecer y acabamos en una suite de ese caro hotel, amándonos al ritmo de un himno militar, como siempre.
Al día siguiente volamos con destino a Venecia, donde pasamos una semana romántica paseando en góndola, deambulando por callejones estrechos, bebiendo cappuccino en la hermosa Plaza de San Marcos y haciendo el amor en la suite de uno de los mejores hoteles de la ciudad.
Todo parecía perfecto hasta que llegamos de nuevo a casa y su actitud empezó a cambiar. Cuando todo salía como el quería estaba cariñoso, sin embargo, si no hacía las cosas como él quería me gritaba, llegando, incluso, alguna vez, a pegarme.
Pasaron un par de meses y me obligó a dejar mi trabajo para que, igual que mi padre y hermanos, estuviese todo a su gusto cuando llegase de trabajar. Así pues, a parte del hogar, yo también debía estar siempre vestida elegantemente, adecuadamente peinada y maquillada, o sea, a punto de salir a comer, pasear, ir al cine o tener sexo, según sus deseos. Y, sobre todo, si le acompañaba a alguna cena, ceremonia o evento, tenía que estar perfecta y actuar siempre en segundo plano, dejándole a él todo el protagonismo.
Al principio no le di demasiada importancia, pero con el paso de los años, esa manía suya por el orden, la limpieza y los himnos militares fue empeorando, así pues, si me equivocaba en alguna tarea, no hacía la cama como me ordenaba o no iba adecuadamente vestida o peinada, me levantaba la falda y me azotaba en el culo hasta que me lo dejaba en carne viva y si lloraba o gritaba, recibía unos azotes de propina.
Cada mes me preguntaba si me había quedado embarazada, produciéndome una gran angustia al contestarle que no. Supongo que la sabía naturaleza decidió que era mejor que no tuviéramos hijos. Se empeño en ir a los mejores médicos, sin embargo, cuando le dijeron que sus espermas no tenían suficiente fuerza para llegar hasta el final, se volvió más huraño y exigente, empeorando nuestra relación, escuchando marchas militares a todas horas, aunque luego no consiguiera su propósito, lo cual le ponía cada vez de más mal humor.
No me atrevía a hablar con nadie de mi problema y la única persona que sabe la verdad sobre mi desgraciada vida marital es mi amiga Candela, que, desde hace mucho tiempo, viene pidiéndome que me divorcie, aunque yo no me atrevo, porque sé que esto podría traerme muy malas consecuencias, ya que nadie de mi familia lo aprobaría y, seguramente mi hermano Pedro me castigaría a arder en el fuego del infierno.
Esta noche, cuando se ha enfadado porque se me había olvidado cambiar la toalla del cuarto de baño, ha empezado a gritarme como un loco, luego ha levantado la mano para pegarme, me he asustado y he ido a refugiarme a la cocina, mientras me perseguía, intentando cogerme de las manos.
A continuación, me ha alcanzado y agarrándome la mano, me la ha retorcido hasta que se han oído crujir los huesos de la muñeca, generándome un dolor insoportable, haciéndome gritar y llorar de dolor y de miedo.
Y ya no he podido aguantar más, he cogido el cuchillo de desmenuzar carne y, con la mano sana se lo he clavado con todas mis fuerzas en el lugar donde creía que tenía el corazón y, supongo, que lo he logrado, porque ha caído fulminado al suelo, donde ahora se está desangrando.
Y ahora ¿qué hago? No sé si avisar si avisar a una ambulancia, porque seguro que llegará tarde y ya estará muerto.
Si llamo a la policía seguramente me acusaran de asesinato, aunque sea en defensa propia.
Si pongo algunas ropas en una maleta y desaparezco, seguro que acabarán encontrándome y me encarcelarán.
Es mejor que llame a Candela, porque ella decidirá qué debo hacer.
Fin
Lois Sans
15.02.2018