A veces podemos pasarnos años
sin vivir en absoluto y, de repente,
toda nuestra vida
se concentra en un solo instante.
(Oscar Wilde)
CAPITULO 1: La buhardilla
Carmen
Una mezcla de emociones que no sabría describir se removió en mi interior al leer un anuncio en el periódico comunicando que se vendía la casa donde había pasado los veranos más felices y contradictorios de mi adolescencia.
Con el dedo tembloroso marqué el número de teléfono que estaba escrito en negrita debajo de la fotografía de esa casa que, sin poder evitarlo, tanta inquietud me aportaba.
Contestó la voz tranquila de una mujer de unos treinta años, con un tono seguro, a la que me hubiese gustado interrogar con algunas preguntas, quizás demasiado indiscretas sobre la persona que vendía la casa, sin embargo, me limité a mostrar un interés limitado y, aunque hubiese preferido quedar enseguida para verla, opté por aceptar el viernes, esperando que la semana no se me hiciese demasiado larga.
Después de beberme algunas tisanas para calmar la ansiedad, por fin, llegó el día esperado en el que volvería ese pequeño y bonito pueblo de montaña. He de reconocer que conducir por esa carretera de sinuosas curvas consiguió despertar una serie de emociones que habían permanecido dormidas durante algunos años. Cuando llegué a la bifurcación desde donde se puede ver el cementerio, colina abajo, al lado de la ermita, noté un temblor en las piernas que me era difícil de controlar mientras la respiración se me aceleraba involuntariamente.
A medida que me iba acercando tenía la sensación de que el pueblo había encogido, tal vez porque en la niñez todo nos parece desmesurado, sin embargo, con el paso de los años se va reduciendo junto con nuestras fobias o los monstruos imaginarios, que estamos seguros de que nos persiguen, incluso en esa época en la cual nos creemos mayores, pero aún estamos en la infancia.
Dejé el coche aparcado delante de la ermita al lado de un 4×4 que supuse sería de la vendedora. Estaba lo suficientemente lejos de la casa para poder pasear tranquilamente y observar posibles cambios en el paisaje.
A simple vista, todo parecía igual, las calles limpias, las casas como si estuviesen recién pintadas de blanco y tanto las ventanas como los balcones seguían presentando sus jardineras y macetas repletas de geranios en flor. Un intenso aroma a jazmín me transportó a una época de mi vida que había estado hibernando en lo más profundo de mi ser.
Se me pusieron los pelos de punta al descubrir un gato blanco que me observaba desde una escalera y que parecía estar al corriente de todos mis secretos más ocultos.
Cuando llegué frente al número nueve, mi corazón empezó a latir desbocado, respiré profundamente, conté hasta diez y me asomé por la puerta entreabierta intentando aparentar tranquilidad. Sentada en el sillón de mimbre marrón, vi a Berta, la mujer con la que había quedado por teléfono.
Cuando se levantó para saludarme, no pude evitar observarla detenidamente, alta, con una larga melena morena, ojos negros y una bonita sonrisa que le marcaba unos graciosos hoyuelos en las mejillas.
Encajamos nuestras manos mientras mis ojos vagaban por la estancia, la cual, a simple vista, estaba igual, como si no hubiese pasado el tiempo. El banco de madera apoyado en la pared, debajo de la acuarela de la iglesia, al lado del sillón donde estaba sentada ella, enfrente el armario de caoba, donde guardábamos las chaquetas, al lado, el paragüero metálico, algo oxidado, con un pequeño paraguas azul en su interior.
Subimos por la oscura escalera hasta la primera planta, me mostró la cocina y el comedor. La cocina seguía como entonces, con los visillos en la ventana, el mantel a cuadros rojos y blancos en la pequeña mesa cuadrada de madera. En el comedor eché de menos algunos cuadros con fotografías antiguas, sin embargo, la mesa ovalada de caoba a juego con las sillas no había cambiado. Al fondo, a través de las cortinas transparentes se apreciaba el balcón entreabierto, que daba a la calle Mayor.
No pude evitar suspirar profundamente, intentando disimular la cantidad de sensaciones que me estaba produciendo el olor de lavanda que seguía desprendiendo aquella casa, envolviéndome en un sinfín de emociones.
Ella siguió explicándome las particularidades de cada estancia, las ventajas de la situación de la casa remarcando la suerte de poder disfrutar de las ventajas de un pueblo pequeño, en el que viven menos de 200 habitantes, sin embargo, mi mente vagaba por otra época.
Al llegar ante la puerta de la buhardilla el corazón se me paró, incluso me costaba respirar. Mientras Berta abría la puerta comentando que, aunque era un trastero, se podría utilizar como una habitación, no pude más, la aparté a un lado, entré apresuradamente y contemplé, nerviosa, cada detalle, sin escuchar sus monótonas frases aprendidas de memoria para convencerme de que la casa era genial.
Si en las demás habitaciones noté que no había cambiado casi nada, aquí parecía que el tiempo se había parado. Recorrí con la mirada todos los rincones, empezando por la ventana, bajo la cual sobrevivía la misma silla de mimbre roja. A la derecha, en el suelo, el colchón de muelles con la almohada rosa. A la izquierda el baúl de madera carcomida, el escritorio marrón donde alguien había olvidado un plumier verde y un blog de dibujo.
Con voz temblorosa le pedí que me dejase sola, le sugerí que fuese al bar a tomarse un café, yo la invitaba, pero necesitaba pensar bien si efectuaba esta inversión, aunque, en ningún momento habíamos hablado del precio. Supongo que comprendió la necesidad de quedarme sola, puesto que, sin hacer ningún comentario, se retiró discretamente, cerrando la puerta con suavidad.
Me senté en la silla, cerré los ojos, respiré profundamente y me dejé mecer por todos los recuerdos que luchaban por salir de mi mente, deseando saborearlos tranquilamente.
Hacía un mes que había cumplido los quince y, como cada año, habíamos venido toda la familia a pasar un mes de vacaciones, aprovechando que eran las fiestas del pueblo. Como solían decir los lugareños venían muchos forasteros para compartir partidos de futbol con equipos de otras poblaciones cercanas, conciertos de música clásica en la Iglesia, bailes con orquesta en el patio de la escuela y muchas actividades más.
La casa pertenecía a una tía lejana de mi madre y, aparte de mis padres, mi hermana pequeña Tatiana y yo, nos acompañaba la hija de una de las amigas de mi madre, Marina, una niña de mi edad, muy simpática, aunque algo acomplejada con su cuerpo, debido a que era bajita de estatura y de complexión rellenita, seguramente porque todavía no había hecho el estirón.
Parece ser que le costaba mucho hacer amigas, así que mi madre quiso hacerle un favor invitándola todo el fin de semana con la esperanza de que nos hiciésemos amigas y se relacionase con chicas de su edad.
Al principio pensé que sería un rollazo tener que llevarla a todas partes conmigo, pero luego, mis planes no salieron como tenía previsto, debido a que el chico con el que esperaba bailar toda la noche para poderle besar cuando me acompañase a casa se enrolló con una extranjera rubia y larguirucha. Los sorprendí metiéndose mano detrás de la Fuente del gato, a la salida del pueblo, donde habíamos quedado con Rita, una de mis amigas que vivía allí todo el año.
Llegué a casa llorando, subí las escaleras corriendo y jadeando hasta la buhardilla, donde me refugié en esta silla, tapándome la cara con las manos sin poder dejar de sollozar.
No sé cuánto rato permanecí compadeciéndome de mi mala suerte hasta que el fresco aroma de la colonia de Marina me envolvió mientras ella, situada detrás de mí, masajeaba mis hombros con sus pequeñas y redondas manos, consiguiendo que me fuese relajando. De repente, me besó en los ojos, luego en la nariz hasta que nuestras bocas se encontraron y las lenguas intercambiaron nuestros diferentes sabores.
Sorprendida, no supe que decir, la dejé seguir, abandonándome a sus caricias, a una ternura que ignoraba, logrando que mi cuerpo experimentase sensaciones que ni siquiera sabía que existían.
No sé en qué momento nos estiramos en el colchón mientras nos quitábamos la ropa y explorábamos nuestros cuerpos, dejándonos llevar por el sinfín de emociones que afloraban por nuestros poros.
Me desperté de repente, por los gritos de María, la tía de mi madre, que subía por la escalera avisándonos de que acababan de llegar los padres de Marina, nos levantamos a toda prisa, nos vestimos y nos arreglamos el pelo entre risas de complicidad.
Aunque intenté quedarme de nuevo a solas con ella, fue del todo imposible, el resto del fin de semana, llegaron más invitados y siempre había gente por todas partes. Solamente logramos que se encontrasen nuestras miradas acompañándolas de una sonrisa de felicidad. El domingo por la noche ella se marchó con sus padres, nos despedimos con un fuerte abrazo y dos besos en las mejillas mientras le susurraba:
- Espero que muy pronto nos volvamos a encontrar.
Cuando acabó el verano y volvimos a casa le pedí a mi madre el teléfono de Marina para contactar de nuevo con ella, pero se habían marchado a otro país. Parece ser que a su padre le ofrecieron un buen trabajo en algún lugar lejano y nunca más la volví a ver, cerrando así este importante capítulo de mi vida.
Berta
Enseguida me sentí cautivada por aquella voz temblorosa que me llamó interesándose por una casa en un pequeño pueblo de montaña, la cual, estaba convencida, de que jamás podría vender.
Menos mal que tenía toda la semana para prepararme intensamente para aquella cita, debería aprender toda la información sobre el pueblo y, sobre todo, las ventajas de la casa para convencer a esa posible cliente de las virtudes de comprar una casa en la principal calle de un pequeño pueblo casi abandonado. Posiblemente esta sería la única oportunidad que se me presentaría para efectuar esa venta, por la que me ofrecían una comisión bastante jugosa.
Llegué al pueblo con bastante antelación, por lo que dispuse de suficiente tiempo para visitar la pequeña ermita de la entrada, la iglesia y pasear tranquilamente por la calle Mayor, sorprendiéndome al no encontrar a nadie, solo alguna sombra detrás de unos visillos y un gato blanco que me observaba amenazador desde lo alto de una escalera.
Abrí la puerta con una enorme llave metálica, un poco oxidada, de esas del siglo pasado. Aproveché el tiempo que me quedaba para recorrer todos los rincones de la casa, memorizando cada detalle para poder convencer a la posible clienta de las ventajas de la compra. Diez minutos antes me senté en el sillón de la entrada dispuesta a repasar, por última vez, todos los datos cuando se abrió la puerta y apareció ella, vestida elegantemente, con zapatos de tacón y un perfume de esos que dejan huella.
A pesar de que me esmeré en explicar las virtudes de la casa y la situación del pueblo, noté que ella estaba ausente, como si no le interesase nada de cuanto le detallaba. Cuando llegamos a la buhardilla se puso muy nerviosa, incluso observé que temblaba. Entró, ojeó la sala y me rogó que la dejase sola, invitándome a que me tomase un café y, aunque no había encontrado ningún bar cuando paseé por la villa, decidí retirarme discretamente, cerrando la puerta suavemente. Bajé hasta la entrada para aprovechar el tiempo revisando los correos en mi tableta.
Pasada media hora, volví a subir, tranquilamente, las tres plantas hasta llegar de nuevo a la buhardilla. Llamé a la puerta y al no recibir respuesta, decidí abrirla lentamente. Estaba estirada encima del colchón con la falda arremangada y los pechos asomando por la blusa de seda rosa, murmurando algo parecido a “Marina vuelve”.
A pesar de la grotesca imagen que se me ofrecía, me pareció realmente bella, con el pubis depilado, los pechos grandes y firmes, el cuerpo escultural. Aunque hasta entonces no había estado nunca con ninguna mujer, digamos que tampoco había tenido demasiada suerte con los hombres, por lo que esa extraña situación me excitó y sin pensarlo, dejé mis cosas en la mesa, me acosté a su lado y la besé en la boca, esperando ver su reacción. Ella, respondió enzarzando su lengua con la mía, a continuación, nos desnudamos mutuamente, exploramos nuestros cuerpos lentamente, regalándonos nuevas sensaciones hasta conseguir el éxtasis.
La casa se la vendí a Carmen y cada fin de semana, días de fiesta y vacaciones vamos juntas por la sinuosa carretera de curvas, saludamos al gato blanco que siempre nos observa desafiante desde lo alto de la escalera y disfrutamos de nuestra apacible y grata compañía en la casa con vistas a la calle Mayor.
(Continuará)
Lois Sans
21/12/2020