- Nenúfares en el estanque
Mientras nos dirigimos al hospital le explico a Cosme casi todo lo que ha pasado esta noche, incluso le comento que tengo dudas en cuanto a Víctor, más que nada porque no le conozco muy bien. Sin embargo, algo me impide decirle todo lo que ocurrió, me reservo detallarle que vi a Leo en la calle justo antes de que empezara todo, así como no le cuento que le oí sollozando ni, por supuesto, le informo que encontré un pendrive en el suelo de la cocina.
- En mi opinión, el sospechoso podría ser cualquiera, incluso alguien que no viva en la urbanización. Sin embargo, me parece, por todo lo que me has explicado sobre él, que el vecino es un jubilado amable y libre de sospecha. No sé porque me da buenas vibraciones, creo que es una buena persona – opina Cosme.
- Tienes razón, el sospechoso puede ser cualquiera, vecino o no del barrio – digo, considerando todas las posibilidades.
Llegamos al hospital y me deja delante de la puerta. Veo que David me está esperando, fumándose un cigarrillo. Salgo del coche a toda prisa y nos fundimos en un fuerte abrazo, mientras su agradable aroma a cítrico me recuerda que con él estoy protegida. Aunque también me hace sentir infinitamente pequeña, como si me hubiese encogido, es como si, de repente, volviera a una época del pasado, cuando íbamos al colegio y formábamos un equipo indestructible, los hermanos Pérez.
Demasiadas tensiones acumuladas, no puedo más y me echo a llorar, mientras él, dentro de un silencio cómodo, me acaricia suavemente el pelo y me frota la espalda, tal y como sabe que me gusta.
Cuando nos separamos me pregunta:
- ¿Dónde te habías metido? Me tenias preocupado. Te he estado llamando toda la noche. Temía que también te hubiese pasado algo.
- Supongo que me habré quedado sin batería. Es que esta noche han pasado muchas cosas en el barrio y casi no hemos podido dormir, pero ahora lo que importa es cómo está mamá – contesto con voz temblorosa.
- Cuando la encontré estaba inconsciente y, por un momento, pensé que estaba muerta. Llamé enseguida a una ambulancia y, aunque le han hecho un lavado de estómago, no ha recobrado el conocimiento y está muy débil. El médico me ha explicado que, aunque logre salir del coma, no saben qué daños puede haber sufrido el cerebro. Por ahora no podemos hacer otra cosa que esperar – explica sin dejar de acariciarme el pelo.
- ¿Puedo ir a verla? – pregunto sin saber si realmente quiero verla en ese estado.
- Por supuesto, dicen que es bueno para ella, que le hablemos, la acariciemos y la mimemos – contesta mientras llega nuestro tío y subimos los tres a su habitación.
Siempre me han impresionado los hospitales, ese olor a desinfectante me hace sentir vulnerable y, sobre todo, me impresiona encontrarme personas en silla de ruedas o muletas o caminando en bata y zapatillas por esos largos pasillos, pintados de un blanco inmaculado. Entramos en una habitación pequeña, con una sola cama, la persiana está medio bajada y un travieso rayo de sol se cuela por las rendijas de la ventana, rozando suavemente el cuerpo inerte de mamá, haciendo que parezca que parezca más delgada y frágil.
Me quedo de pie, mirándola fijamente, observando su pequeño cuerpo. Observo cada uno de los aparatos a los que la han conectado y siento como un peso se instala en mi pecho, oprimiéndome, evitando que el aire que entra por la nariz pueda llegar hasta los pulmones.
Con el dedo índice rozo su mano suavemente, esperando que la mueva, deseando que, de un momento a otro, abra los ojos. No puedo evitar recordar que no hace demasiados años, ella se sentaba en mi cama, cuidándome cuando estaba enferma. Me pregunto ¿qué ha pasado para que nuestra relación se haya deteriorado tanto? Intento acordarme en qué momento empezó a cambiar todo. No sé si fue cuando murió la abuela, cuando la tía Cecilia se suicidó o, quizás, al descubrir que papá la engañaba con una chica veinte años más joven que ella.
Mientras los tres estamos inmersos en nuestros pensamientos alguien llama a la puerta, consiguiendo que nos sobresaltemos. Nos giramos y vemos a una mujer de unos cuarenta años, alta, muy delgada, con la tez más bien pálida, no es fea, pero tiene una expresión un poco surrealista, como un cuadro de Miró. Viste una bata blanca y se presenta:
- Buenos días, soy la Dra. Aurora Vergara, psiquiatra de este hospital. ¿Son ustedes familiares de Emilia Alonso?
- Si, yo soy su cuñado y ellos sus hijos – responde Cosme señalándonos.
- Cuando hay un intento de suicidio, el protocolo nos obliga a que un médico psiquiatra estudie los motivos que han llevado al paciente a efectuar este acto para poder ayudarle a incorporarse a su vida cotidiana. Para hacer una correcta evaluación del problema, empezamos hablando con los familiares directos – explica la doctora.
- Bien, puede empezar por nosotros – se ofrece el tío, observándola atentamente.
- Suelo empezar por la pareja – contesta ella.
- Emilia y Ramón se separaron hace unos meses – explica Cosme.
- Entonces empezaré por los hijos. ¿Quién es el mayor? – pregunta la psiquiatra.
- Yo soy el mayor – contesta David un poco fastidiado, como si temiese que una psiquiatra pudiese descubrir algo oculto.
- Acompáñeme hasta mi despacho, por favor, estaremos más tranquilos y será más cómodo para efectuar el informe – dice la Dra. Aurora.
David me besa en la mejilla a modo de despedida y me dice al oído:
- Tranquila, volveré enseguida.
Un poco aturdida los veo salir de la habitación y miro a Cosme, buscando su templada mirada para tranquilizarme. Entonces me dice:
- No te preocupes, David sabrá manejar la situación.
Me siento en la cama, al lado de mamá y le acarició la mano, suave y pesada a la vez, mientras los recuerdos de mi infancia vienen a trompicones, como cuando un bebé empieza a caminar, cayendo, levantándose, intentándolo de nuevo. Deseo encontrar recuerdos agradables como cuando hice la Primera Comunión, vestida con un vestido blanco, largo, con el pelo recogido en un moño alto y una corona blanca de flores alrededor, como si fuese una novia en miniatura. El vestido me lo compró la abuela Elvira, con quien pasaba la mayor parte del día, pero mamá estaba allí, en la Iglesia, en el primer banco, mirando como entrabamos todas las niñas vestidas igual, caminando ceremoniosamente con las manos juntas sobre nuestro pecho, avanzando, por parejas hacia el altar. Cuando llegué al primer banco, la miré y me sonrió, orgullosa de verme allí, en esa gran Ceremonia. Luego nos fuimos todos a celebrarlo al restaurante de un primo lejano.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que me he evadido con ese recuerdo que tanto me gusta, me giro asustada al notar que alguien me toca el hombro. Es David, que ya ha terminado de hablar con la Psiquiatra y me dice:
- Ven, Raquel, te acompañaré hasta el despacho de la doctora.
Me levanto y le sigo, en silencio, no me salen las palabras, pero espero que cuando entre en el despacho de esa mujer, se me destape el atasco que tengo en el pecho.
David me abraza delante de la puerta y me susurra al oído:
- No temas, solo tienes que responder lo que recuerdes.
Golpea a la puerta y del interior se escucha una voz diciendo, enérgicamente:
- ¡Adelante!
Abre la puerta y me empuja suavemente hacia el interior de la habitación, cerrando detrás de mí, para que no pueda escapar. Noto que me tiemblan las piernas, no me gusta tener que hablar con una psiquiatra, me da repelús, sin embargo, cuando me mira con sus relajantes ojos verdes me hace sentir un poco mejor, a continuación, con voz serena me dice:
- Siéntate, Raquel. No te preocupes, es un cuestionario de preguntas muy fácil, solamente tienes que responder lo primero que te venga a la cabeza.
Me siento en la punta de la silla, con la espalda muy recta, como me enseño mamá. Y empieza el cuestionario preguntando:
- ¿Qué recuerdos tienes de cuando eras pequeña?
- Vivíamos los cinco en casa – contesto intentando recordar mi infancia.
- ¿Los cinco? ¿Quiénes erais los cinco? – pregunta ella.
- Mi padre, mi madre, mi abuela Elvira, David y yo – respondo, sin dudar.
- ¿Cuándo naciste, ya vivía tu abuela con vosotros? – sigue preguntando.
- Si, la casa era pequeña y yo dormía en la habitación de la abuela, en otra dormían papá y mamá y David dormía solo, en una habitación muy pequeña, donde solo cabía una cama, tenía la ropa en un armario empotrado que había en el pasillo.
- ¿Cuál es el mejor recuerdo que tienes con tu madre? – continúa preguntando.
- Por la noche, cenábamos todos juntos, solíamos comer verduras o sopa, luego mi hermano y yo nos íbamos a dormir y los mayores miraban el televisor. Mi madre siempre venía a arroparme, me leía un cuento y después empezábamos un ceremonial de besos: uno en la frente de madre a hija, uno en la mejilla de amigas, frotándonos la nariz como los esquimales, un “piquito” como los novios. A continuación, me giraba de lado y me dormía hasta que mi abuela me llamaba por la mañana – respondo sin poder evitar una sonrisa.
- Cuéntame un día normal en tu casa, el primero que te venga a la mente – exige la psiquiatra.
- Mi padre trabajaba como guarda de seguridad en una fábrica, desde las seis hasta las dos, luego comía en una fonda y por la tarde ayudaba en un vivero. Mamá trabajaba de limpiadora en un hotel, desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Mi abuela se ocupaba de las tareas del hogar, de comprar, hacer la comida y cuidar de nosotros. David y yo íbamos juntos al colegio, que estaba a un par de manzanas de nuestra casa. Por la noche cenábamos todos juntos y nos contábamos cómo nos había ido el día. A mí me parecía que todo estaba perfecto, al menos para nosotros, sin embargo, decidieron alquilar un piso más grande, en un barrio que decían que era mejor. Un fin de semana nos trasladamos al nuevo hogar y, a partir de aquel día todo empeoró – explico mirando a través de la ventana, donde hay un jardín y al fondo diviso un estanque con nenúfares flotando.
- ¿Qué pasó para que todo empeorase? – pregunta la doctora.
- La abuela Elvira tuvo un derrame cerebral que afectó a la parte izquierda de su cuerpo. No podía caminar sin ayuda, ni tampoco hablar correctamente, razonaba, pero le era imposible expresarse correctamente. Por la mañana, la sentábamos en una silla de ruedas, aunque no salía de casa. Mis padres trabajaban y ella, que había sido el pilar de la familia, no tenía quien la cuidase. Bueno, un par de días a la semana venía la hermana de mamá, la tía Cecilia y la sacaba a pasear o salían a la terraza a tomar el sol – expongo notando como me invade una inmensa tristeza.
- ¿Cómo crees que afecto la enfermedad de la abuela a tu madre? – cuestiona la psiquiatra.
- Nunca lo aceptó, creo que se sentía traicionada. Tampoco le gustaba la idea de que Cecilia viniese a casa a cuidarla, porque, aunque era su hermana, solían estar en desacuerdo en todo, siempre se criticaban. Incluso una noche, oí como se lo comentaba a mi padre – concluyo, evitando su mirada penetrante, que me está alterando los nervios.
- Y a tu padre ¿Cómo le afecto esta situación? – sigue preguntando ella.
- Bueno, él no pasaba muchas horas en casa. Se marchaba a las cinco y media de la mañana y no volvía hasta pasadas las ocho de la tarde, justo antes de cenar – respondo buscando un pañuelo de papel en el bolsillo, pero no llevo ninguno, sin embargo, encuentro el pendrive y, de repente, tengo ganas de salir corriendo, aunque no sé cómo.
- ¿Cuánto duro esta situación? – sigue investigando.
- No sé, creo que un año o más – intento recordar.
- ¿Qué pasó cuando murió tu abuela? – sigue preguntando.
- Mamá lo paso muy mal, estuvo muy deprimida y su carácter se hizo más agrio, se quejaba por todo. Luego paso lo de tía Cecilia – respondo con un nudo en la garganta.
- ¿Qué le pasó a tía Cecilia? – continúa interrogando.
- Se suicidó. Su marido la encontró colgada de una cuerda en el garaje – contesto sin poder reprimir el llanto.
Me acerca una caja con pañuelos de papel y, luego se levanta y colocándose detrás de mí, pone sus manos sobre mis hombros, efectuando un suave masaje que no sé si me reconforta o me incomoda. Mentalmente, me obligo a ponerme derecha y me decido a preguntarle:
- Perdón, ¿qué hora es?
- Casi las dos – contesta ella.
- Si quieres, hacemos una pausa para comer y seguimos por la tarde – propone.
- Si, me parece bien, gracias – contesto aliviada, mientras me levanto, doy una última ojeada por la ventana, al jardín y los nenúfares y salgo a toda prisa de su despacho, esperando que no note que me urge huir.
Cuando entro en la habitación de mamá, David me abraza, reconfortándome del mal rato que he pasado, luego pregunta:
- ¿Cómo te ha ido? ¿Te ha agobiado mucho?
- Si, ha sido horrible – contesto aturdida.
- ¿Qué te parece si vamos a comer los tres juntos?
- De acuerdo, pero me tenéis que acompañar un momento hasta casa para recoger mi móvil – planteo mirándolos.
- Si quieres el móvil para hablar con Leo, te dejo el mío. Así no tenemos que marcharnos de aquí, por ahora – propone David.
Aunque no estoy muy convencida, acepto su proposición. Menos mal que me sé el número de memoria. Mientras bajamos en ascensor hasta la cafetería, marco el número de Leo, sin embargo, sale el contestador que indica que está apagado o fuera de cobertura. No tengo más remedio que mandarle un WhatsApp explicándole la situación, esperando que lo lea pronto.
El restaurante es pequeño, con una barra larga donde hay expuestos los platos del día. No tengo hambre, así que cojo una ensalada césar, un trozo de pastel de chocolate y un zumo de melocotón. Ellos cogen macarrones, pollo y cerveza. Nos sentamos en una mesa al lado de la ventana, con vistas al jardín. Ahora veo más cerca el estanque con los nenúfares, que me recuerda a la abuela porque, a menudo, me leía un cuento sobre una niña que atravesaba un pequeño lago caminando encima de los nenúfares florecidos.
De repente suena el móvil de David, miro el número, es Leo, así que cojo el aparato y, un poco nerviosa, le digo:
- ¡Leo! Se me ha olvidado el móvil en casa y he tenido que ir al hospital, mi madre ha intentado suicidarse.
- Cuanto lo siento. ¿Cómo está? – pregunta él.
- En coma, conectada a varios aparatos. La psiquiatra del hospital nos está haciendo miles de preguntas para intentar averiguar por qué lo hizo. Ahora estamos comiendo y después he de volver a hablar con ella, así que no sé a qué hora se acabará todo esto – explico alterada.
- Tranquila, cariño. Intentaré salir temprano y vendré al hospital. ¿En qué habitación está? – me tranquiliza Leo.
- Mil trescientos dos – contesto.
- Vale, hasta luego, preciosa – me anima.
- Hasta luego, mi amor – contesto más animada.
Le devuelvo el móvil a David y seguimos comiendo mientras me distraigo con los nenúfares hasta que escucho una voz, que me es familiar, diciendo:
- Buenas tardes. Perdonen que les molestemos a la hora de comer, pero necesitamos hablar urgentemente con Raquel.
Me giro y veo a la Inspectora Rodríguez y a su compañero al lado de nuestra mesa.
- ¿Qué ha pasado? – pregunto atemorizada.
- Hay algunas novedades en la investigación y necesitamos hablar con usted. ¿Puede acompañarnos, por favor? – dice la Inspectora.
(Continuará)
Lois Sans
12/02/2019