No puedo reprimir que se me escape un grito, cuando observo, desde detrás de la ventana, como el oficial, con las manos metidas en unos horribles guantes de látex, recoge algo parecido a un dedo y lo vuelve a dejar en la pequeña caja marrón. Mis compañeros vienen enseguida y se apretujan a mi lado intentando averiguar qué ha pasado, al tiempo que me cubro la boca con la mano, horrorizada, con la mirada fija en la calle.
Parece ser que, tanto la inspectora como su compañero, también han escuchado el grito y, automáticamente, se giran hacia la casa, examinando la ventana detenidamente.
Atropelladamente, intento explicarles lo que he visto, mientras observamos como él se dirige hacia un coche gris que está aparcado enfrente de nuestra puerta y deja la caja en su interior. Entretanto, la inspectora Rodríguez se acerca a nuestra puerta y llama al timbre. Aunque los tres nos dirigimos hacia la entrada, Leo llega primero y abre la puerta.
- Buenas noches, señor… – dice la inspectora esperando a que él le facilite su nombre.
- Leo, inspectora Rodríguez – responde.
- No sé exactamente qué han visto, sin embargo, les ruego que no comenten nada con nadie de lo que puedan haber interpretado, ya que podrían interferir en el resultado de la investigación – explica la policía.
- No se preocupe que de aquí no saldrá nada de lo que interpretemos, sin embargo, nos gustaría saber exactamente qué ha pasado y qué buscan, para saber a qué atendernos – dice Leo haciendo pasar a la mujer al salón.
- Está bien, les diré que hemos encontrado una caja de música con un dedo pulgar en su interior y estamos buscando a la persona a la que pertenece, aunque todavía no sabemos si está viva o muerta – revela ella.
- ¿El pulgar pertenece a un hombre o a una mujer? – pregunta Leo.
- Según el forense, pertenece a una mujer de entre veinte y veinticinco años – responde ella.
- Y ¿Han encontrado alguna pista? – pregunta Víctor acercándose a la inspectora.
- Estamos en ello – contesta ella observándole detenidamente.
- Si puedo ayudarles en algo, no duden en contar conmigo – se ofrece amablemente el vecino.
- Simplemente, si recuerdan algo, sea lo que sea, deben avisarme enseguida para que pueda valorar si puede ser interesante para la investigación y, sobre todo, no olviden que esta conversación es confidencial – expone la mujer, mirándonos a los tres, alternativamente.
Nos quedamos unos minutos en silencio, observándonos entre nosotros, esperando que alguien diga algo hasta que la inspectora Rodríguez se da la vuelta, abre la puerta y sale, seguida de nuestras criticas miradas.
Después de ese silencio tan incomodo, nos dispersamos, Víctor se sienta en el sillón, Leo entra en el baño y yo subo decidida a darme una ducha y vestirme.
Debajo del chorro de agua caliente, intento dejar la mente en blanco, sin embargo, no puedo evitar pensar en Leo, en lo poco que le conozco y lo mucho que confío en él. Cuando nos conocimos me explicó que él nació en Buenos Aires, sin embargo, sus abuelos eran de un pueblo cercano a Vigo y que, huyendo de la hambruna, se embarcaron, junto con otros familiares y vecinos, con destino a Argentina, en busca de una vida mejor.
Desembarcaron en Buenos Aires, encontraron trabajo en una fábrica, fijaron allí su residencia y tuvieron cuatro hijos: Asunta, Baltasar, Adolfo y Carmela. Su madre, Carmela se casó con Francisco, un primo lejano y tuvieron tres hijos: María, César y Leo.
María es maestra, César tiene un restaurante de cocina gallega y Leo estudió Ciencias Empresariales. Cuando acabó sus estudios empezó a trabajar en una gestoría hasta que ahorró lo suficiente para comprarse un billete de avión destino a Madrid.
Su abuela lloró emocionada cuando le comunicó que se iba a España y le dio una larga lista con direcciones de los familiares y amigos que habían dejado en Galicia, sin embargo, parece ser que no ha estado nunca allí, estuvo un tiempo viviendo en Madrid y luego le ofrecieron trabajo en Barcelona.
Gracias a un contacto importante consiguió un buen empleo como ejecutivo en una multinacional y, a mi entender, no tiene ninguna intención de ir a Galicia, ni de conocer a sus antepasados, incluso, algunas veces, tengo dudas de que esta historia sea verdadera al cien por cien, tal vez, no me ha dicho toda la verdad, aunque no sé por qué.
Después de secarme, me miro en el espejo y percibo unas horribles ojeras, que intento disimular con un poco de maquillaje. Entro en la habitación para vestirme y le veo sentado en la cama escribiendo algún mensaje en el móvil y cuando lo deja encima de la cama para meterse en el baño, me acercó con intención de curiosear e intentar averiguar de quién son las últimas llamadas. Justo cuando estoy a punto de cogerlo, empieza a sonar, sobresaltándome. En la pantalla sale la cara de una chica y debajo un nombre: “María”. Mientras decido si lo cojo, Leo sale del baño y se abalanza sobre la cama, cogiendo el móvil y, mientras me observa de reojo, dice:
- Dime
Sigue hablando, soltando monosílabos, sin concretar nada, como siempre que habla por teléfono, entretanto, aprovecho para peinarme delante de la ventana, donde el paisaje ha cambiado un poco, ya que la niebla ha empezado a disiparse y en el horizonte aparecen unas nubes teñidas de rojo, que ofrecen un espectáculo de luz y color fascinante.
Cuando cuelga, le pregunto:
- ¿Quién es María?
- Mi hermana – contesta sin mirarme.
- ¿Te ha llamado desde Buenos Aires? – sigo preguntando.
- Tiene un pequeño problema con nuestros padres y me ha llamado para consultarme – sigue explicando con la vista fija en la ventana.
No sé por qué no puedo creerle, aunque, tal vez sea verdad, sin embargo, me pregunto qué hacía en la calle en plena noche, por qué o por quién sollozaba y a quién o quienes pertenecen todas esas llamadas secretas que ha recibido. Presiento que sabe mucho más de lo que aparenta y que, tal vez, tiene algo que ver con la caja de música, el pulgar que alberga dentro y la chica que están buscando
Un escalofrío recorre mi cuerpo, así que, rápidamente, busco ropa para vestirme, observándole por el rabillo del ojo, atenta a sus movimientos. Como si se diese cuenta de mis dudas, se acerca, me abraza y me besa tiernamente en la boca, como queriendo disipar cualquier sospecha y yo no puedo evitar un ligero temblor las piernas, porque cuando se pone cariñoso y me mima, me siento protegida, así que, alejo cualquier recelo, mientras me entrego en cuerpo y alma a su abrazo hasta que escuchamos a Víctor bocear:
- ¡Chicoooos! ¿Dónde os habéis metido? ¿Qué os parece si desayunamos? ¿Os importa que me invite?
- Ahora bajamos, Víctor. Por supuesto que estás invitado. – grita Leo, separándose de mí, mientras me guiña un ojo y me sonríe con esa expresión que tanto me gusta.
- ¿Qué te parece si comemos un poco? – me pregunta dulcemente.
- ¿Qué te apetece? – le digo sonriendo.
- No sé, ahora vemos que tenemos – me contesta besándome en la punta de la nariz.
Bajamos a la cocina y encontramos a Víctor preparando tostadas y huevos revueltos, impregnando la estancia con un agradable aroma. Pongo la mesa mientras Leo coge un zumo de piña del frigorífico y en unos minutos estamos los tres sentados desayunando.
Desde la mesa contemplamos como la niebla va desapareciendo y el sol sale detrás de los árboles, mostrándonos un bello paisaje. Cuando termino de comer, me levanto con intención de preparar los cafés y en el suelo encuentro un objeto alargado, de color negro. Me agacho y observo que es un pendrive y como no sé de quién es, sin comentar nada, me lo meto en el bolsillo del vaquero.
(Continuará)
Lois Sans
29/01/2019